Un aristócrata ruso atrapado en un hotel por la historia y los bolcheviques
El novelista estadounidense Amor Towles crea un personaje inolvidable en ‘Un caballero en Moscú’
Un aristócrata ruso, el encantador, culto y elegante conde Alexandr Ilich Rostov, es condenado en 1922 por un comité revolucionario, que no sabe bien qué hacer con él, a un arresto domiciliario perpetuo (de salir se le ejecutará inmediatamente) en un lujoso hotel de Moscú, que es donde reside. Allí, enquistado como una reliquia viva y bastante incómoda de una época desaparecida de águilas bicéfalas, duelos, bailes y samovares, observará el paso del tiempo, el desmoronarse de su mundo y los cambios en las costumbres, no menos estupefacto y fuera de lugar que el Yuri Zhivago de Pasternak, pero también con una ingenuidad llena de ingenio digna del Mister Chance de Kosinski. Ese es el singular punto de partida de una de las novelas más entrañables, simpáticas y sorprendentes de los últimos tiempos, Un caballero en Moscú (Salamandra), del autor estadounidense Amor Towles (Boston, 1964).
En la historia, que se convertirá en serie con Kenneth Branagh como protagonista, seguimos la vida del conde desde que sale escoltado por la puerta del Kremlin y es confinado en el hotel, el Metropol, un clásico de la ciudad, pasando de su suite a una buhardilla, hasta 1954, cuando, tras muchas vicisitudes, dos agentes del KGB acuden a buscarle. Durante todo ese tiempo, Rostov trata de amoldarse a su nueva situación y sobrevivir, pero a la vez sin perder un ápice de su flema, su (exquisita) educación, sus modales y principios. Mientras, en el país se suceden los acontecimientos, ya sean el plan quinquenal, la caída de Bujarin, el ascenso de Stalin o la homicida hambruna de Ucrania, a velocidad de vértigo. Con Robinson Crusoe como modelo, el conde decide afrontar su situación concentrándose en los asuntos prácticos, pero sin dejar de releer a Montaigne y sus pasajes favoritos de Pushkin, y tratando de comer lo mejor posible. Uno entiende las dificultades de los bolcheviques para lidiar con un tipo al que la ejecución del zar le pilló en París, pero que regresó, no para alistarse con los Blancos, sino para rescatar a su abuela y que llevaba por todo equipaje tres mudas de ropa, el cepillo de dientes, su ejemplar de Anna Karenina y una botella de Châteauneuf- du-Pape, vamos, “lo imprescindible”.
¿De dónde ha sacado Towles un personaje y una historia semejantes? ¿Hubo casos similares al del conde Rostov en Rusia? “Durante las dos décadas en que estuve en el negocio de las inversiones, viajé mucho, y cada año pasaba semanas en hoteles de ciudades lejanas para reunirme con clientes”, explica el autor, que presentó su novela en Barcelona. “En 2009, al llegar a mi hotel en Ginebra, por octavo año consecutivo, reconocí a algunas de las personas que estaban en el vestíbulo del año anterior. Era como si nunca se hubieran marchado. Arriba, en mi habitación, comencé a jugar con la idea de una novela en la que un hombre se queda atrapado en un gran hotel. Pensando en que debería estar allí más por la fuerza que por decisión propia, mi imaginación saltó inmediatamente a Rusia, donde el arresto domiciliario ha existido desde tiempo de los zares. En los siguientes días, esbocé la mayoría de los hechos clave de Un caballero en Moscú; a lo largo de los años siguientes construí un escenario detallado y entonces, en 2013, me retiré de mi trabajo diario y empecé a escribir el libro. En lo que respecta a la segunda pregunta, no conozco ningún caso en que un aristócrata fuera condenado a arresto domiciliario en un hotel. Dicho esto, muchos de los miembros de la nobleza rusa permanecieron en el país tras la revolución viviendo existencias humildes, a menudo en circunstancias constreñidas”.
Towles añade que otros castigos imaginativos como el "menos seis" mencionado en la novela existieron. “Significaba que uno podía vivir como ciudadano libre en Rusia en tanto no viviera en una de las seis grandes ciudades del país. Hay que recordar que Pushkin, cerca del final de su vida, fue obligado a vivir en un apartamento cerca del Palacio de Invierno para que el zar pudiera tenerlo vigilado”.
En cuanto al personaje del conde Rostov, ese hombre que sabe cosas como que en un duelo el número de pasos entre el ofensor y el ofendido ha de ser inversamente proporcional a la magnitud del insulto, el novelista subraya que es una invención. “No obstante, es en algún grado una forma idealizada de un cierto tipo de aristócrata del siglo XIX. En esa época, los miembros de las aristocracias europeas tendían a tener más en común entre ellos que con sus propios compatriotas. Poseían educaciones, formas de etiqueta y valores intercambiables. En las páginas de Tolstoi, vemos austriacos, polacos y franceses de alta cuna deslizándose juntos por los salones de baile de San Petersburgo. Aunque mi protagonista, el conde Alexandr Iiich Rostov, es una invención, con sus propios talentos, faltas e idiosincrasia, es también representativo de esa clase europea de aristócratas. Al haber nacido en Rusia en 1890, sin embargo, ha de ser testigo de cómo su mundo es barrido simultáneamente por la revolución proletaria y por los avances del siglo XX. Hace años, compré en París un retrato del siglo XIX de un personaje desconocido. Desde entonces esa pintura ha estado colgada en la pared de mi despacho. Así que supongo que el conde está basado un poco en él...”.
Apenas soy un especialista en lo ruso. No hablo el idioma, no estudié la historia en la escuela y solo he estado unas pocas veces en el país. Pero de joven me enamoré de los escritores rusos de la edad dorada
La novela, en una magnífica traducción de Gemma Rovira, está escrita con una mezcla de nostalgia, ternura (a destacar el delicioso encuentro entre el conde y una niña a la que le enseña cómo ser una princesa) e ironía, que parecen fruto del carácter del personaje. “Mi intento en la primera mitad del libro era que sonase un poco como una novela del XIX, consistente con la educación del conde y su estado de ánimo. Pero quería que la novela evolucionase con el tiempo y con el conde y así termina sonando como una novela de espías de los cincuenta”.
En cuando a los ecos de Zhivago... “Apenas soy un especialista en lo ruso. No hablo el idioma, no estudié la historia en la escuela y solo he estado unas pocas veces en el país. Pero de joven me enamoré de los escritores rusos de la edad dorada: Gógol, Turguénev, Tolstoi, Dostoievski. Más tarde, descubrí los salvajes, inventivos y seguros de sí mismos estilos de las vanguardias de inicios del siglo XX, incluyendo al poeta Maiakovski, el bailarín Nijinski, el pintor Malévich y el cineasta Eisenstein. A través de sus obras, parece que cada gran artista ruso tuviera su propio manifiesto. Desde ahí, desarrollé un interés por la era soviética, leyendo a Bulgákov, Solzhenitsin, Ajmátova, Mandelstam y Pasternak. Cuanto más profundizaba en la psicología y la idiosincrasia del país, más fascinado estaba”.
En Un caballero en Moscú aparecen historias sensacionales, como la del escuadrón de cosacos rojos que descuelgan las campanas de un monasterio (y lanzan desde lo alto del campanario al abad por protestar) para fabricar cañones, lo que le hace reflexionar al conde sobre el hecho de que las campanas hubieran sido construidas con el metal de las piezas de la artillería francesa arrebatada a Napoleón, que a su vez habían sido forjadas con el de las campanas de La Rochelle... “La anécdota es inventada, aunque ciertamente cosas así ocurrieron. Mi interés en escribir sobre la primera parte del siglo XX no proviene de un amor por la historia ni una nostalgia por una época ida. Lo que me atrajo es que hay una proximidad con el presente. Está lo suficientemente cerca para parecer familiar a muchos lectores, pero lo bastante lejos para que no tengan conocimiento de primera mano de lo que ocurrió en realidad. Eso me proporciona la libertad de explorar la frontera entre lo increíble real y lo convincente imaginado. Me gusta mezclar trozos de historia con vuelos de fantasía, hasta que el lector no sepa con seguridad qué es verdad y qué no".
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