Un doloroso rodillazo en las partes a Hemingway
Hay que ver cómo se lo pasa Pérez-Reverte en ‘Sabotaje’ haciendo que Falcó se relacione, a su particular manera, con famosos escritores, artistas e intelectuales
Malraux me puede. No en balde ha escrito algunas de las páginas más hermosas sobre la aventura y los aventureros, de Mayrena, autoproclamado rey de los sedangs (su inspiración para el Perken de La Voie Royale), a T. E. Lawrence, al que dedicó el arrebatado ensayo Le démon de l'absolu. Sin olvidar, claro, su admiración por Lord Jim (que le llevó a parafrasear sin saberlo a Sandokán en las Antimémoires: “Il n’y a plus de Lord Jim parce que tout le monde a des fusils”). Es verdad sin embargo que el también aventurero, escritor, explorador de los viejos dominios de la reina de Saba, combatiente, compañero de viaje, paladín aéreo de la República española, resistente y ministro gaullista André Malraux, cuya prosa inflamada de tanto tocar las estrellas a veces resulta cargante, tenía una vena fantasma de aquí te espero. En una visita a Oxford solo quiso ver la placa en la puerta de la habitación en que residió, precisamente, Lawrence, y en otra protocolaria al Museo Egipcio de El Cairo pidió una silla y se pasó el tío todo el tiempo contemplando ensimismado uno de los retratos de El Fayum mientras las perplejas autoridades no sabían cómo sacarlo de allí. Por eso me ha encantado observar cómo se las tiene con Malraux (“vanidoso cantamañanas”, lo describe uno de sus personajes) Arturo Pérez-Reverte en su última novela, Sabotaje (Alfaguara), con la que me lo he pasado en grande.
Fan incondicional de las historias del padre de Alatriste y Falcó, que espero siempre como agua de mayo, esta tercera entrega de las estupendas aventuras del amoral espía de la Browning y la cafiaspirina, que transcurren en un París con ecos de Casablanca y entre escritores, artistas e intelectuales, la he disfrutado especialmente porque Pérez-Reverte le ha hecho hacer cosas a su criatura que me da que le apetecía hacerlas él. Y no me refiero, claro, a matar a dos anarquistas italianos (en una operación en Barcelona parecida, moto incluida, a las que hacía mi tío abuelo infiltrado en el SIM), conversar con Canaris o montar un trío con dos voluntariosas estadounidenses, sino a bajarle los humos a Malraux, tan pagado de sí mismo, pegarle una patada en los bajos a Hemingway, plantarle cara a Picasso (y proporcionarle alguna idea), flirtear con Lee Miller (Eddie Mayo), que le gusta tanto (espero que haya podido ir a ver la exposición que le dedican en la Fundación Miró), o besar a Marlene Dietrich. Privilegios de la literatura.
Pérez-Reverte recalca siempre que él no es sus personajes. Que no es Falcó como no era Alatriste. Pero en Sabotaje yo diría que Falcó le ha dado la oportunidad de cumplir unos cuantos deseos, un poco como Woody Allen en Medianoche en París, aunque a su manera. Resulta divertidísimo el encuentro con Malraux, que aparece en la novela apenas disimulado con el nombre de Leo Bayard, al igual que Hemingway es Gatewood. Falcó le toma el pelo al condescendiente y presuntuoso Malraux como, juraría, le hubiese gustado hacerlo a Pérez-Reverte, y le deja que se retrate él mismo con su despliegue de autoestima y ridículo afán de grandeur y de gloria. “Que lo contradijeran no era su costumbre”, anota. La mirada profesional, amoral y descreída de Falcó, insensible a los chantajes culturales e intelectuales, es el antídoto perfecto contra la mitomanía del otro y su petulante evangelio de la acción. A ver, no es que no sea verdad que Malraux combatió con su propia escuadrilla en España (aunque él no tenía ni pajolera idea de pilotar e iba de ametrallador) ni que sus aviadores, mercenarios e idealistas, según las fechas, se dejaron la vida arrojadamente en sus viejos Potez y Bréguet. Pero no es menos cierto que toda la retórica aventurera personalista y el autobombo prepotente del coronel Malraux resultan a veces enervantes y han de irritar a alguien como Pérez-Reverte y su Falcó, que se mueve en el silencio y la discreción del agente eficaz. Cuando Bayard/ Malraux explica que prepara una película sobre la guerra de España y que se basará “en mi experiencia personal, por supuesto”, casi te parece oír rechinar los dientes lobunos de Falcó/ Pérez-Reverte y escucharle mascullar: “Será gilipollas”.
La mirada profesional, amoral y descreída de Falcó, insensible a los chantajes culturales e intelectuales, es el antídoto perfecto contra la mitomanía de Malraux.
En última instancia, sin embargo, el novelista muestra cierta simpatía por el personaje, con el que comparte, entre otras cosas, la valoración por encima de todo de la lealtad. “La lealtad es uno de los pocos sentimientos que no me parecen podridos”, reflexiona en La Voie Royale el alter ego de Malraux, Claude Vannec; mientras que de Falcó se nos dice en Sabotaje que sustituye los afectos por la lealtad, “que es fría y más fácil de gestionar”.
No hay simpatía alguna en cambio en el inmisericorde retrato de Hemingway como un bruto borracho y un despreciable chulo machista, un megalómano henchido de orgullo ridículo y lugares comunes. Provoca a Falcó no sabiendo con quién se mete (un verdadero experto de la violencia) y acaba recibiendo una somanta de hostias de aquí te espero y un rodillazo en los huevos que para mí se lo propina el propio Pérez-Reverte, ¡toma campanas Ernest! Se lo comenté la otra noche al novelista saliendo de una cena en Barcelona y se me quedó mirando en silencio envuelto en su gabardina, con una reconocible sonrisa de tiburón bajo el ala del sombrero, que quizá oculte una hoja de afeitar afilada, just in case, aunque en la calle de Enrique Granados difícilmente te vas a encontrar a asesinos de la NKVD o de La Cagoule, por suerte para ellos...
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