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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Genio a su pesar

José Antonio Coderch fue uno de los contados arquitectos españoles que abrió un capítulo propio en la arquitectura del siglo XX

Anatxu Zabalbeascoa
José Antonio Coderch en su estudio rodeado de planos.
José Antonio Coderch en su estudio rodeado de planos.

Uno de los amigos de José Antonio Coderch (1913-1984) fue un cura progre, Josep Maria Ballarín, a quien el arquitecto reprochaba que no vistiera sotana. Profundamente católico, diseñó —gratis— la fachada del Santuario de la Mare de Déu de Queralt, en Barcelona. “Saludó a los albañiles, les explicó el plano y los invitó a whisky”, contó Ballarín a Pati Núñez en Recordando a Coderch, un libro que pone en boca de numerosos arquitectos —de Oriol Bohigas a Rafael Moneo— quién fue el autor de la casa Ugalde y que termina por describir no solo su personalidad contradictoria, irascible y conservadora sino también la de los entrevistados.

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Esa ha sido una de las claves de Coderch: quién lo ha contado. Ni racionalista ni franquista, fue un hombre tan torturado por la cerrazón ideológica familiar como por su imaginación creativa. Esta última lo convirtió en uno de los genios de la arquitectura española del siglo XX. Los otros tres serían Gaudí, Fisac y Miralles. Así aunque Coderch escribió: “No son genios lo que necesitamos ahora”, su legado, y el de los otros tres, continúa alimentado la mejor arquitectura.

Defensor del orden y la tradición, logro que sus edificios arraigaran de manera más orgánica que racionalista. Esa fue su aportación: entender el lugar y el uso es comprender al usuario. Siendo conservador, diseñó con idéntica ambición las casas para la alta burguesía —Catasús o Gili— que las viviendas sociales de la Barceloneta. Los edificios delatan la ideología. La de Coderch era el sentido común y la imaginación plástica: desgranaba habitaciones como si formaran parte de un ser vivo, pero huía de la teoría. Cuando murió, fue mossén Ballarín quien, recordando las fobias de su amigo, telefoneó a Jordi Pujol para asegurarse de que el president no apareciese por el entierro.

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