Jan Fabre, el creador que rebasó el extremo
El provocador artista escénico hace frente a la peor de sus polémicas acusado de abuso y trato vejatorio
El 20 de febrero de 1982, en una de sus perpetuas noches de insomnio, Jan Fabre (Amberes, 1958) escribió en su diario: “Per-for-mance significa una persona que se per-fo-ra a sí misma y a su entorno (es al mismo tiempo un análisis, una destrucción y un homenaje)”. Esta es la máxima que ha guiado siempre el trabajo de este artista: la exploración del cuerpo humano y sus límites como método de creación. Lo aplicaba ya en sus primeras obras a mediados de los setenta, cuando se llamaba a sí mismo un “delincuente del arte” y desvalijaba viviendas para comprar material para sus performances: hacía dibujos con su propia sangre, provocaba constantemente al público y muchas veces acababa recibiendo una paliza. Su cuerpo está lleno de cicatrices: todas “en nombre del arte y la belleza”.
Por eso, cuando el pasado 12 de septiembre la revista Rekto:Verso publicó un artículo firmado por una veintena de antiguos empleados de su compañía Troubleyn que lo acusan de trato vejatorio, abuso y sexismo, a pocos extrañó que fuera precisamente el entorno de Fabre el que abriera la caja de los truenos del MeToo en el mundo de las artes escénicas. El método que el creador se infligía a sí mismo en sus performances solitarias lo trasladó después a los ensayos con los artistas de su compañía, a quienes llama “guerreros de la belleza”, y lo aplica también sobre el público llevándolo a la extenuación con escenas extremas (sexo, violencia, vísceras, sangre) y piezas de larga duración, como su famosa obra de 24 horas Monte Olimpo. “Quiero romper la dictadura del tiempo, llevar a los espectadores a un estado de semivigilia para despojarlos de su máscara analítica e introducirlos en el lenguaje de los sueños”, se justifica.
La radicalidad que Fabre practica en todos los frentes lo ha convertido en una de las figuras que más han influido en las artes escénicas de los últimos 30 años, pero también lo coloca en el centro de un debate ya imparable en el teatro y que no solo se centra en el abuso sexual —el belga está siendo investigado por la justicia—, sino que tiene que ver también con la tradicional visión del director como genio al que se le debe permitir todo en nombre “de la belleza”. “Algunos podrían argumentar que esto es parte de una estrategia artística, que para lograr los resultados deseados, Fabre siente que necesita empujar a sus artistas más allá de sus límites (…). ¿Qué estamos justificando en nombre del arte?”, preguntan los firmantes de la carta de denuncia contra Fabre.
El debate no tiene visos de agotarse pronto. Poco después de que saltara el caso Fabre, más de un centenar de coreógrafos belgas, entre ellos nombres importantes como Win Vandekeybus y Jan Lauwers, firmaron un manifiesto en el que se comprometían a “no mirar para otro lado” y “a trabajar para crear un clima de trabajo saludable en las artes escénicas”. El pasado 25 de noviembre, un colectivo feminista convocó una concentración ante las puertas del Teatre de Salt, en Girona, para intentar boicotear la representación del último espectáculo de Fabre, The Generosity of Dorcas, programado por el festival Temporada Alta. La convocatoria tuvo escaso seguimiento, pero 40 espectadores devolvieron sus entradas como acto de protesta.
Al menos, parece que la compañía de Fabre, Troubleyn, está haciendo los deberes. A la fuerza ahorcan. “Tuvimos un debate interno sobre qué es posible y qué no lo es, cuáles son los límites y cómo podemos garantizar entre todos un trabajo donde sentirse seguro y respetado. Escogimos juntos un nuevo futuro porque creemos en nuestro trabajo artístico”, aseguró el bailarín Matteo Sedda antes de subirse al escenario de Salt. “Trabajar con Fabre es muy duro, pero también muy bello, está siempre ahí para educarte. Es gracias a la fatiga como se llega a la verdad y a la belleza del movimiento”, añadió.
Quien no habla desde septiembre es el propio Fabre, lo que quizá sea prueba de la trascendencia que puede tener este debate. Nunca antes el creador belga había rehuido la polémica, ni siquiera en temas tan delicados en su país como el nacionalismo (“ser patriota no es lo mismo que ser de extrema derecha”). Tampoco se ha privado nunca de criticar lo que considera “el feminismo mal entendido” (“una feminista lo que de verdad debe tener es una mente abierta y no seguir dogmas y reglas tan férreas”).
Siempre dio la cara cuando sus obras eran atacadas. En octubre de 1985, después de asistir a la representación de Las locuras del teatro en Madrid, la primera obra de Fabre interpretada en España, el crítico Eduardo Haro Tecglen escribió en este periódico: “Alguien [un espectador] gimió: ‘¡No, por favor, no!’. Otra persona: ‘¡Europa está muerta!’. Más allá: ‘¡Vete a epatar a los burgueses!’. (…) El clímax se alcanzó cuando saltó un espontáneo al escenario —algo nunca visto—: el actor Juan Llaneras, estimulado por el público, que se mezcló con los actores, imitó sus acciones, remedó los pases de danza (…) hasta que alguien —algunos le identificaban con Fabre— avanzó por el patio de butacas, le ordenó que no tocase a la bailarina —‘Don’t touch her!’— y el actor espontáneo abandonó el escenario”.
Tres décadas después, se considera que aquella obra revolucionó por completo las artes escénicas. Ahora quizá también Fabre sea, a su pesar, protagonista de una nueva revolución.
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