György Kurtág juega, asombra y gana
A los 92 años, el compositor húngaro estrena en Milán su primera ópera, basada en la obra teatral 'Fin de partida' de Samuel Beckett
György Kurtág estaba en París, estudiando con Olivier Messiaen y Darius Milhaud, cuando se representó allí por primera vez, en abril de 1957, Fin de partie, de Samuel Beckett. La dirigía y protagonizaba Roger Blin, que había realizado idénticos cometidos cuatro años antes en el estreno de En attendant Godot. Kurtág fue a ver la obra por consejo de su íntimo amigo György Ligeti, que había huido también aterrorizado de Hungría el año anterior tras la irrupción de los tanques soviéticos en Budapest. Luego compraría y escrutaría lenta y microscópicamente los textos ya publicados de ambas obras, a los que ha llegado a referirse como “mi Biblia”. Más de 60 años después, nonagenario, aquella lejana experiencia juvenil ha resurgido, tras cocerse a fuego muy, muy lento durante casi una década, en forma de su primera y, previsiblemente, última ópera, estrenada ayer, jueves, en uno de los templos sagrados del género, el Teatro alla Scala de Milán, donde también desvelaron por primera vez sus creaciones dramáticas el siglo pasado su maestro Darius Milhaud y compañeros de generación y de vanguardia como Karlheinz Stockhausen y Luciano Berio. De todos aquellos músicos transgresores nacidos en los años veinte, solo queda él, un superviviente.
Kurtág ha construido su carrera despaciosamente, sin ninguna prisa, sin traicionar jamás su credo estético, con el apoyo y los consejos permanentes de su mujer Márta, con la que se casó en 1947 y que sigue a su lado, devenida en una parte indisociable de su yo, para y con la que compone −musa y consejera− y junto a quien, pegados uno a otro frente al teclado, toca el piano a cuatro manos, en privado y en público. El compositor halló su propia voz muy tarde, gracias a la psicóloga Marianne Stein, que le ayudó a buscar su camino animándolo a que destilara la mayor simplicidad. Es significativo que su opus 1 no naciera hasta 1959, a los 33 años, poco después de aquella revelación beckettiana, y no lo es menos que el primer movimiento de este cuarteto de cuerda describa, en palabras del propio compositor, “el camino de una cucaracha hacia la luz”. Sus decenas de discípulos (Kurtág, al contrario que Ligeti, decidió regresar a Hungría y ha ejercido allí la enseñanza durante décadas) hablan de él con veneración, deslumbrados como quedaron por la hondura de su magisterio y por su inquebrantable honestidad. Componer fue siempre para él una actividad paralela, complementaria, y su fama mundial le llegó muy tardíamente, como un secreto susurrado de boca en boca, y con valedores entusiastas e incondicionales como Claudio Abbado, que habría sido el hombre más feliz de Milán si hubiera podido asistir a este estreno. Pocos podrán rebatir que, peldaño a peldaño, inadvertidamente, secundado por una vida larga y feraz, Kurtág ha acabado por convertirse en el mayor compositor vivo, en el que mejor ha entendido a los poetas (Ajmátova, Hölderlin, Daloš, Kafka, Rilke) y, sin duda, en el más generoso con sus colegas y amigos, tan presentes siempre en su música, in praesentia o, con mayor frecuencia, in memoriam.
Samuel Beckett: Fin de partie
Música de György Kurtág. Con Frode Olsen, Leigh Melrose, Hilary Summers y Leonardo Cortellacci. Orquesta del Teatro alla Scala. Dirección musical: Markus Stenz. Dirección de escena: Pierre Audi. Teatro alla Scala, 15 de noviembre.
Kurtág ya se había valido anteriormente de textos de Samuel Beckett (muy especialmente en What is the Word), otro cultivador de un arte esencial en el que no hay lugar para lo accesorio. Húngaro e irlandés comparten el afán de insuflar intensidad a su mensaje extremando la sencillez, apurando al máximo la concisión de los medios utilizados. Ambos entronizan asimismo el silencio como un elemento tan significante como las propias palabras o las notas musicales. Y esta ópera Samuel Beckett: Fin de partie (que el dramaturgo irlandés forme parte explícita del título no es asunto baladí) va a dejar ya unidos sus nombres para siempre, porque si perturbadora es la experiencia de asistir a una representación de la obra teatral de Beckett, con esos cuatro personajes devastados y/o tullidos física y psíquicamente, más lo es aún ver y escuchar su transformación en ópera, o en una sucesión de “escenas y monólogos”, como la define con su característica modestia el propio Kurtág a modo de subtítulo explicativo.
Los textos de Beckett son ya, en realidad, pura música −angulosa, cortante, incisiva, precisa− y, temeroso de que fuera malinterpretada, parece ser que llegó incluso a consultar a Stravinski cómo anotar con exactitud en sus obras ritmos y silencios. Otro maestro de la destilación extrema, sufría enormemente en sus autotraducciones del francés al inglés, ya que el resultado solía dejarle muy insatisfecho. Pero en Kurtág ha encontrado a un alma gemela, a un músico que ha hecho del aforismo casi su principal enseña y que se ha permitido aquí muy pocas licencias: en esencia, reducir a una cuarta parte el ya de por sí comprimido texto original, evitando con ello alargar en exceso su tratamiento operístico, y hacer preceder la acción de un poema en inglés del propio Beckett, Roundelay, unos versos profundamente musicales de 1976 que Kurtág hace cantar a Nell, el único personaje femenino, tras un brevísimo prólogo instrumental y que ayuda tanto a situar junto al mar la casa en que (mal)viven los cuatro personajes como a preparar un ambiente de desolación que avanzará implacablemente in crescendo a lo largo de toda la obra.
Si alguien esperaba a un Kurtág diferente en su primera ópera y en su partitura, con mucho, más extensa y ambiciosa, la realidad se ha encargado de desmentirle compás tras compás. El húngaro se muestra, si cabe, más radical que nunca en el ejercicio de la renuncia: si Beckett jamás utilizaba dos palabras para expresar algo que podía decirse con una, él profesa exactamente el mismo credo. Utiliza su orquesta con una parquedad monacal, favoreciendo una instrumentación intimista, primando siempre los timbres sobre la dinámica, dejando oír claramente la voz de instrumentos individuales (dos acordeones, casi siempre asociados a Clov, un címbalom, un piano vertical, idiófonos aislados a los que confía un puñado de notas) con una constante querencia camerística. Sus armonías ralas, escuetas, abundan aún más si cabe en esta ascesis generalizada, lo que permite oír cada palabra de los cantantes con toda claridad. Cuesta creer que Beckett, músico él mismo, hubiera disentido de semejante enfoque.
Y para el cuarteto vocal solo caben elogios: primero, por aprenderse una partitura tan compleja, con un canto parlato riquísimo en inflexiones y matices, y, fundamentalmente, por hacer justicia con tanta precisión al estilo musical de Kurtág y al desasosegante clima opresivo de Beckett. Frode Olsen, como Hamm, carga con gran parte del peso de la obra. Postrado en su silla de ruedas, con sus gafas de ciego, su silbato para reclamar la presencia inmediata de Clov, su personalidad sádica y sus arranques tiránicos, el noruego no posee una voz imponente ni especialmente resonante ni poderosa en el registro grave (lo que ennegrecería aún más al personaje), pero canta y actúa con tal convicción que tiene al público pendiente de cada uno de sus gestos o sus lóbregas ocurrencias. Si él no se levanta de su silla de ruedas, Clov no se sienta un solo momento y Leigh Melrose, bien conocido en Madrid por sus recientes apariciones en el Teatro Real (Death in Venice, Das Liebesverbot, Gloriana y Die Soldaten), compone un criado atrapado en esa relación de dependencia y destrucción mutua con su amo que resulta absolutamente creíble en lo escénico y que arropa su despliegue actoral con una altísima calidad técnica en lo musical y una voz flexible y rotunda. Kurtág le reserva dos monólogos, aunque cuenta con menos oportunidades que Hamm para definir su personalidad. Melrose aprovecha cada nota y cada silencio para perfilar a este pobre paria que no logra desasirse de ese vínculo ponzoñoso con Hamm que lo condena a la autodestrucción.
Nell tiene reservada la música más lírica de la ópera, incluido el Roundelay inicial, y Hilary Summers canta su breve parte (muere pronto, aunque nadie repare en ello) como la gran artista que es, si bien ha vuelto a dejar de manifiesto (como en el Bomarzo del Teatro Real) que su voz se halla muy castigada con respecto al esplendor de antaño. Y la mejor sorpresa ha sido el Nagg (todos los personajes tienen nombres monosílabos y, salvo Clov, con dobles consonantes) de Leonardo Cortellazzi, espléndido actor con el solo recurso de su rostro, ya que su cuerpo se encuentra oculto en todo momento, como el de Summers, dentro de un cubo de basura (esos personajes beckettianos enterrados en vida, y por la vida, como la Winnie de Happy Days). El tenor italiano es también un cantante segurísimo, con espléndida dicción francesa, y con asombrosa facilidad para encaramarse al registro agudo en que Kurtág sitúa casi siempre su parte vocal. Su relato de ese pantalón perfecto confeccionado por un sastre en tres meses fue magistral, como también lo fue su diálogo con Nell en el que ambos rememoran riendo cómo perdieron las piernas mientras montaban en bicicleta, ambos ejemplos señeros de cómo tragedia y comedia, en Beckett, se vuelven indistinguibles.
Principal artífice del triunfo del estreno ha sido Markus Stenz, gran especialista en el repertorio contemporáneo, un maestro de la precisión gestual que ha hecho sonar a la Orquesta del Teatro alla Scala, muy lejos de su repertorio natural, como un conjunto dúctil capaz de producir todo un arcoíris de timbres diferentes. Y debe quedar constancia de que, tras la espantada de Christoph von Dohnányi después del estreno de Elektra el pasado día 4 (en la histórica producción de Patrice Chéreau), está haciéndose cargo de todas las funciones posteriores, que ahora habrá de alternar con las de la ópera de Kurtág, un doble empeño que da idea de la magnitud de sus capacidades. La orquesta en pleno le aplaudió desde el foso al acabar la segunda de las funciones programadas de Elektra y es evidente que se siente muy a gusto tocando bajo su dirección. Esta armonía ha contribuido sin duda a que la prestación instrumental haya estado a la altura de la que podría haber ofrecido un conjunto especializado en música contemporánea. El epílogo estrictamente instrumental de la ópera, 50 compases con redondas, silencios y leves modulaciones armónicas como todo material musical, remacharon brillantemente el altísimo nivel interpretativo de cuanto se realizó en el foso durante las algo más de dos horas que duró el estreno de lo que Kurtág ha llamado la “versión de Milán” de su ópera, lo que invita a pensar, quizá, en futuras revisiones o añadidos.
En la puesta en escena de Pierre Audi nada rechina, pero tampoco nada fascina. El libanés, como es característico en él, construye un buen marco, pero le cuesta mucho llenarlo de ideas propias (fue exactamente lo que le pasó el pasado verano en su Parsifal de Múnich). Cierto es que en esta apoteosis de la inacción que es Fin de partie no hay lugar para muchos dispendios, pero sabemos por las producciones que dirigió el propio Beckett que sí existe margen de sobra para tomar muchas decisiones que afectarán decisivamente a la percepción de la obra por parte del público. Audi opta como toda escenografía por una sencilla casa negruzca en medio de la nada, casi un dibujo abstracto en tres dimensiones, que cambia levemente de perspectiva tras las breves pausas que salpican la representación (y que los espectadores más conservadores aprovecharon para abandonar la sala). Con dos personajes sumergidos en sendos cubos de basura y otro ciego y postrado en una silla de ruedas, no caben grandes florituras, pero es seguro que la obra se beneficiará en el futuro de aproximaciones más creativas, personales e indagatorias que la del director libanés.
Tristemente, el gran ausente del estreno ha sido el propio György Kurtág, que ha permanecido en Budapest por su delicado estado de salud y sus problemas de movilidad (cantantes y director se han trasladado allí para trabajar su parte junto al compositor). Markus Stenz, en la larguísima tanda de aplausos final, elevó en el aire la partitura como gesto simbólico para que Kurtág, el que más las merecía de todos ellos, compartiera también las aclamaciones, pero cuánto mejor hubiera sido ver al viejo maestro sobre el escenario de la Scala. Sí estaba presente, claro, el intendente del teatro, Alexander Pereira, gracias a cuya perseverancia −obstinación casi−, tras los sucesivos fiascos de intentar estrenar la ópera −aún un nasciturus− en Zúrich y en Salzburgo, se ha hecho realidad su sueño de desvelar al mundo Samuel Beckett: Fin de partie antes de que fuera demasiado tarde. El Teatro alla Scala escribe así un capítulo más en su gloriosa historia como un santuario no solo vocal, sino también creativo. Para György Kurtág, y así lo ha admitido Márta, su mujer, este opus unicum es su auténtico “fin de partida”. Para el mundo de la ópera, en cambio, este histórico estreno milanés es la apertura, por seguir con los términos ajedrecísticos, de una, ojalá, larguísima trayectoria de esta casi antiópera ferozmente antisentimental.
Kurtág y Beckett reinan en Milán
Milán ha tirado la casa por la ventana y ha buscado enmarcar el histórico estreno de Samuel Beckett: Fin de partie en un despliegue de actividades dedicadas a ahondar en la personalidad y la obra del dramaturgo irlandés y el compositor húngaro. Una sencilla pero didáctica exposición en el propio Teatro alla Scala, titulada Signos, juegos, mensajes (tres sustantivos muy vinculados a su catálogo de obras) y consistente en varios paneles explicativos y en diversas grabaciones audiovisuales en las que Kurtág explica sentado al piano su manera de componer, se ve complementada por conferencias y, sobre todo, por una presencia constante de sus obras en el festival Milano Musica, que bajo el lema György Kurtág. Ascoltando Beckett dedica hasta el 26 de noviembre trece conciertos a repasar parte de su catálogo, con intérpretes tan destacados como Pierre-Laurent Aimard, Bruno Canino y Heinz Holliger. Y en el Piccolo Teatro ha estado también representándose hasta hace unos días Finale di partita, la versión italiana de la obra de Beckett, dirigida por Andrea Baracco.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.