Un maestro de vitalidad indomable
El pintor, grabador y catedrático falleció en Madrid el pasado 7 de noviembre
Decir adiós no es fácil. No lo es casi nunca —aunque haya despedidas liberadoras— pero todo lo negativo se magnifica cuando la separación a la que hay que enfrentarse es la última, la irreparable. Sin embargo, el pintor Antonio Zarco —nacido en Madrid en 1930 y muerto en la misma ciudad el pasado 7 de noviembre— nos ha ido preparando a los que nos tenemos por sus antiguos amigos para que lleguemos hasta aquí con cierta serenidad. En los últimos años han sido tantos los avisos, los repentinos toques de alarma en momentos imprevistos, las llamadas que nos hacía el viejo maestro, con voz cada día más cascada, avisando de un nuevo ingreso hospitalario, o de un repentino empeoramiento, que nos estaba empezando a ocurrir lo que al lobo del cuento: Antonio saldría adelante, su indomable vitalidad le sacaría a flote para que siguiera poniéndonos en alerta durante mucho tiempo
Pero ahora va en serio, y su cansado corazón ha izado la bandera de la rendición. Sabemos que tiene merecido el descanso, pero con nosotros queda el hombre que ha sido. No el gran pintor, ni el magnífico grabador, ni el catedrático, ni la personalidad artística, ni su faceta enciclopédica. Bajo todo eso, nos deja su humanidad, sus grandes contradicciones, su madera íntima de socarrón paisano rural que tuvo que acomodarse en el cuerpo de un urbanita madrileño de orígenes humildes, sus bruscos saltos desde el optimismo más exaltado al más ensimismado pesimismo. Hace muy poco que te has ido del todo, amigo, te hemos dicho adiós con calma, y hemos deseado con todas nuestras fuerzas que hayas cruzado en paz el umbral de lo infinito.
Firman el in memoriam C. Fernández-Villamil y otros amigos de Antonio.
Babelia
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