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“Fue tal vez una utopía la nuestra”

De la Guerra Civil al Nobel de Juan Ramón Jiménez, las cartas de Alberto Jiménez Fraud, histórico director de la Residencia de Estudiantes, retratan la edad de plata de la cultura española

Javier Rodríguez Marcos
Juan Ramón Jiménez (izquierda) y Alberto Jiménez Fraud en la azotea de uno de los pabellones Gemelos de la Residencia de Estudiante de Madrid hacia 1925.
Juan Ramón Jiménez (izquierda) y Alberto Jiménez Fraud en la azotea de uno de los pabellones Gemelos de la Residencia de Estudiante de Madrid hacia 1925.SALA ZENOBIA Y JUAN RAMÓN JIMÉNEZ (UNIVERSIDAD DE PUERTO RICO)

Pronto hará 30 años. El 9 de diciembre de 1988 Jaime Gil de Biedma leyó sus poemas en la Residencia de Estudiantes de Madrid. Cerró la velada con un texto titulado Wellington Place que presentó con estas palabras: “Ahora puedo leer sin llorar el homenaje a don Alberto y Natalia”. Su intención había sido abrir la lectura con ese texto. La emoción se lo había impedido. Estaba enfermo de sida. Murió 13 meses después. Gil de Biedma había titulado sus cuartillas con la dirección de la casa de Oxford en la que había conocido al histórico director de la Residencia, Alberto Jiménez Fraud, y a su esposa, Natalia Cossío. Tras abandonar Madrid en 1936, la pareja vivía exiliada en el Reino Unido.

De Giner de los Ríos a Gil de Biedma y de Juan Ramón Jiménez a Severo Ochoa, es imposible escribir la historia de la cultura española del siglo XX sin encontrase con Jiménez Fraud. De ello dan testimonio las 1.800 cartas que cruzó con 200 corresponsales entre 1905 y 1964. Seleccionadas por James Valender, José García-Velasco, Tatiana Aguilar-Álvarez Bay y Trilce Arroyo y coeditadas por la Residencia de Estudiantes y la Fundación Unicaja —Fraud era malagueño—, las 3.000 misivas ocupan tres volúmenes que mañana se presentan en la propia Colina de los Chopos.

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Desde que en 1910 recibiera el encargo de la Junta de Ampliación de Estudios de montar un “pequeño colegio universitario” tan cerca de los postulados de austeridad, tolerancia y cosmopolitismo de la Institución Libre de Enseñanza como lejos de la quevedesca “tradición sórdida de las casas de huéspedes”, la vida de Alberto Jiménez Fraud (1883-1964) quedó marcada por esa misión. “Dicen que soy una madre-abeja que no puede vivir sin la presión del enjambre y, en efecto, así es”, llegará a decir. Para hacerse una composición de la riqueza de aquel enjambre baste recordar que en sus salones disertaron Albert Einstein, Marie Curie o Le Corbusier y que, entre sus inquilinos estuvieron, ya forma parte del mito, Buñuel, Lorca y Dalí.

Si en las primeras cartas se mezclan la filosofía de la institución con las necesidades del laboratorio médico de Juan Negrín —futuro presidente de la República— o las facturas del carbón compartido con la Residencia de señoritas, pronto la política se convierte en protagonista. De ahí que el epistolario de Jiménez Fraud sea un testimonio impagable sobre la apreciación que de muchos acontecimientos históricos tuvieron sus contemporáneos. Así, en abril de 1917 el director de la Residencia pensaba que España entraría en la Primera Guerra Mundial “relativamente pronto” mientras “interiormente” el país estaba “a dos dedos de una revolución”. No sucedió ni lo uno ni lo otro. Lo que llegó fue la neutralidad y, un lustro más tarde, la dictadura de Primo de Rivera.

Desde su fundación, la Residencia de Estudiantes fue objeto de incomprensión por parte de los radicales de las dos Españas, algo que llegó al paroxismo con la Guerra Civil. La “derecha bronca” la definía como institución de izquierdas mientras la “izquierda bronca” veía en ella un foco reaccionario. En julio de 1936 se oían de noche los fusilamientos en los alrededores. Cada mañana los empleados describían a las víctimas: un día un “señorito fascista”; al siguiente, un “pobre de alpargatas”. Jiménez Fraud izó las banderas británica y estadounidense para proteger a los alumnos extranjeros de los cursos de verano y a todos los que buscaron refugio en la casa, entre ellos, Ortega y Gasset y su familia.

El matrimonio Jiménez Fraud-Cossío, en su casa de Oxford hacia 1941.
El matrimonio Jiménez Fraud-Cossío, en su casa de Oxford hacia 1941.RESIDENCIA DE ESTUDIANTES

Exiliado en Inglaterra, se dedicó a mantener viva la llama de la Residencia y de la Institución Libre de Enseñanza. La red de antiguos residentes, una verdadera diáspora mundial, tuvo efectos trascendentales. En 1950, una alumna de la ILE expatriada en Suecia presentó por carta a Jiménez Fraud a otro español que en Estocolmo trabajaba como periodista y asesor de la Academia Sueca. Se llamaban Matilde Goulard y Ernesto Dethorey. Su intención era difundir las traducciones inglesas de Juan Ramón Jiménez y publicar en sueco artículos apoyando su candidatura al Nobel. Fraud se lo hizo saber a Zenobia Camprubí, esposa del poeta, al que había conocido en la Residencia cuando él tenía allí habitación propia. Lejos de reclamar el galardón para sí mismo, respondió ella, su marido había apoyado “con una nota publicada en España” la candidatura de Ortega. “De todos modos enviaremos algo de lo que pueda interesarle al señor Dethorey”. Seis años más tarde, Juan Ramón recibió el premio. Tres días después Zenobia moría de cáncer.

 Pero la labor de Alberto Jiménez Fraud no se limitó a cuidar el espíritu del pasado. Los jóvenes también encontraron un referente en él. A Gil de Biedma, José Ángel Valente o Julio Caro Baroja, se les sumó un antiguo residente: Gabriel Celaya, el pope de la poesía social. “Usted y la Residencia convirtieron al Señorito Ingeniero de San Sebastián en el escritor que hoy soy”, le escribe en 1959 confiado en que la “lucha” contra la dictadura daría resultados “muy pronto”. Meses antes, el descreído Caro Baroja —cuyas cartas son una mina de humor— había escrito a Fraud para contarle cómo la conmemoración del vigésimo aniversario de la muerte de Antonio Machado había elevado la moral de los antifranquistas hasta el punto de hacerles confundir realidad y deseo respecto al final del Régimen: “La juventud cuarentona y ajamonada a la que pertenezco ‘no lo ve claro’ y desea ocupar posiciones para el futuro. El homenaje a Machado ha sido un pretexto para significarse un poquito y desde Ramón [Menéndez Pidal] a Dionisio [Ridruejo], pasando por Pedro [Laín] y otros hombres, ilustres, católicos y honestos han hecho sus pinitos”.

Un año más tarde, el cincuentenario de la Residencia supuso un hito para los que quedaban vivos. Desde Houston, Américo Castro definía la institución como “el intento más noble de crear una minoría capaz de regir España. Fue tal vez una utopía la nuestra”. Y dice “nuestra”, aclara, porque él mismo se esforzó en conciliar “a los de abajo y a los curas”, al duque de Alba y a los habituales de la Casa del Pueblo mientras bregaba “para constituir una Facultad de Letras, luchando a la vez contra los rencores y rencillas de Ortega y Manolito [García Morente]”. Luego reconoce la labor de su director: “Tu obra fue orgánica; consistió en preparar suelo muy estable en el lugar justo. Obra heroica, de callada paciencia. Tu obra no será perdida”. A Alberto Jiménez Fraud le quedaban dos años de vida y trataba de completar su magra jubilación viajando por Europa como traductor para organismos internacionales. “La Residencia, cada día más cerca de mí cuanto más se aleja en el tiempo”, escribió. Murió en Ginebra. En 1986, la obra de su vida reabrió las puertas. Este lunes se presenta allí su correspondencia.

“Nos han destrozado”

"Económicamente nos han destrozado", escribe Jiménez Fraud en 1946. Con la noticia de que su casa de Madrid había sido "desvalijada" por los franquistas, el director de la Residencia de Estudiantes acude en Oxford a una conferencia del duque de Alba, antiguo mecenas de la institución. Para sortear al "embajador de Franco", Fraud evita también al duque, que le chilla desde lejos: "¡Alberto, Alberto yo no le he hecho nada a usted!" Por entonces todavía confiaba en volver a España. Su amigo Américo Castro lo tenía más claro: "Lo grave es que la tiranía española es infame y a la vez perniciosa e inútil. Fernando el Católico era un gran bellaco, pero llevó a los españoles a su única posible altura (aunque preparando a la vez el predominio de la ignorancia y la cerrazón mental). Ése era el precio que había que pagar por hacerse un imperio. Lo de hoy en España no lleva a nada".

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Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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