Lo mejor de cada casa
Pese a tener todos los fetiches a su disposición, la Residencia de Estudiantes parece el sitio menos fetichista del mundo. Cuestión de carácter. En un lugar en el que, entre 1910 y 1936, vivieron ilustres como Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Salvador Dalí o Luis Buñuel, cualquiera comprendería la mínima debilidad por un pasado que los manuales, tan aficionados al medallero, suelen llamar "de plata". Por si fuera poco, la nómina de los que pasaron por estos salones como conferenciantes es casi un diccionario de lumbreras del siglo XX: de H. G. Wells a Madame Curie pasando por Howard Carter, descubridor de la tumba de Tutankamon, Paul Valéry, Keynes, Ravel o Le Corbusier. O sea, lo mejor de cada casa en arqueología, arquitectura, música, economía y, por supuesto, literatura. Por no hablar de la ciencia, junto a las humanidades, el gran pilar de la casa. En 1923 Albert Einstein explicó aquí su teoría de la relatividad en una charla que contó con un particular traductor simultáneo: José Ortega y Gasset. No todo fue, además, cultura de cuello duro. Alexander Calder desplegó su mítico circo en miniatura, que obligaba a los espectadores a sentarse en el suelo, y Chesterton gamberreó lo suyo durante la semana que pasó en casa del director de la Residencia, Alberto Jiménez Fraud, discípulo de Francisco Giner de los Ríos, el padre de la Institución Libre de Enseñanza.
En 1923 Einstein dio una conferencia con Ortega como traductor simultáneo
Hoy día, cuando uno atraviesa la cortina de olores a tomillo y romero que une la calle del Pinar con la Residencia, le espera, a la vuelta de la esquina, el busto de Jiménez Fraud, que era, con 28 años y en palabras de alguien tan poco dado al elogio fácil como Juan Ramón Jiménez, el "hombre perfecto". El busto da la espalda, precisamente, al escueto jardín de adelfas diseñado por el propio Juan Ramón entre dos edificios a los que quienes hoy trabajan aquí se refieren como "los gemelos". En noviembre de 1913, el futuro premio Nobel acudía a diario a "la colina de los chopos" -así bautizó él este paraje- para controlar sobre el terreno la ejecución del proyecto del arquitecto Antonio Flórez. Por entonces, Juan Ramón vivía todavía en la primera sede de la Residencia, en la calle de Fortuny, a tiro de piedra de la ubicación definitiva: "Mi cuarto es precioso", le escribe a su madre en esas fechas, "tiene tres ventanas grandes al jardín y todo el día lo tengo lleno de sol; además, el jardín está precioso, con muchas flores, que a mí solo, entre los 150 residentes, me permiten coger para mi cuarto". Acto seguido le relata las maravillas de su situación de residente de honor a sus 32 años: una librería en la que "caben más de 500 libros", la estufa, el lavabo, el "roperito de pino barnizado", el "desayuno de tenedor" en el que puede comer "todo el pan que quiera", los manteles y servilletas limpias cada día, el agua filtrada y hervida, el baño diario.
Aquella institución fundada en 1910 para promover el estudio de las ciencias y el desarrollo de las artes desde un punto de vista liberal terminó siendo hospital de guerra en 1936. Era el final de una aventura que buscaba una España no muy alejada del sencillo ideal barojiano: un país sin curas, sin moscas y sin carabineros. O con los menos posibles, es decir, laico, limpio y libre. Y, dentro de lo que cabe, instruido.
Aquella Residencia duró 20 años. La actual tiene ya 21. En 1986 se recuperó el espíritu de un lugar abandonado que hoy ocupan 23 becarios y que vive con un ojo en la actualidad y otro en la recuperación de la memoria de la generación del 27 y sus anchos alrededores, que, en todos los campos del saber, se extienden mucho más allá de los imprescindibles poetas de la foto. Nombres grandes y premios Nobel tampoco han faltado esta vez. Pierre Boulez, Paul Ricoeur, Seamus Heaney, John Ashbery, Jacques Derrida y Octavio Paz han pasado por aquí en la nueva etapa. Además, el último Cervantes, el argentino Juan Gelman, fue poeta en residencia hace tres años. Actualmente lo es el venezolano Eugenio Montejo.
Con todo, la Residencia de Estudiantes parece trabajar a diario sin sacar pecho, sin darse del todo por aludida, como los obreros que estos días se afanan en un pabellón que formará parte de una futura exposición dedicada a la Junta de Ampliación de Estudios. Los muebles son funcionales, austeros, y en las paredes no cuelga un solo cuadro. Lo mismo que las habitaciones, monacales si no fuera porque tienen televisor y wifi. Hasta las espartanas butacas de Josep Torres Clavé -que compartieron espacio con el Guernica de Picasso en el pabellón de la República de 1937 y que todavía se fabrican- parecen diseñadas ayer mismo contra la tentación de dejarse llevar por el lujo fácil y los delirios de grandeza. Que nadie busque aquí un hipotético espai Dalí o una suite Lorca. La Residencia de Estudiantes no alardea. Cualquiera que recorriera sus pasillos sin conocer la historia de estos cuatro edificios (los dos gemelos, el central y el transatlántico) se marcharía con la impresión de haber estado en un lugar que tiene demasiadas cosas que hacer como para recrearse en su prestigioso árbol genealógico.
Al poeta granadino Luis Muñoz -asesor de la institución, dirigida ahora por Alicia Gómez-Navarro- le gusta ese carácter ajeno a la mitomanía. Así, camino de la biblioteca, enseña sonriente una sala de reuniones amueblada con sillas de respaldo bajo -sheep (oveja) se llaman, además- que tienen algo de broma para solemnes, como aquellas que gastaban los residentes más díscolos (y puede que los más sacralizados hoy). Parece imposible ponerse estupendo en una sala así. Mientras el piso superior lo ocupa la Fundación García Lorca, en el subterráneo del centro de documentación, la gente se afana catalogando unos fondos entre los que se encuentran los archivos de Manuel Altolaguirre, Emilio Prados y Luis Cernuda. Los libros de la biblioteca de este último parecen recién comprados. Sólo los mancha, y es mucho decir, el escueto ex libris del poeta y algunas dedicatorias: la del Cántico de Jorge Guillén, con el que tuvo sus más y sus menos ("a Luis Cernuda, siempre en la calle del Aire, supremo huésped de estas contranieblas") o su propia firma, "Ludwig", sobre la antología generacional de Gerardo Diego, cargada "entre Moguer y Chiclana" el 25 de agosto de 1934, es decir, en plenas Misiones Pedagógicas.
La Resi histórica publicó el primer libro de Ortega, y, al cuidado de Juan Ramón, exquisito encargado de las publicaciones de la casa, hizo lo propio con la poesía completa de Antonio Machado. La Residencia actual, por su parte, ha puesto en marcha un portal de internet sobre aquella época y ha impulsado una serie de colecciones que acogen tanto los epistolarios de Juan Larrea y Benjamín Jarnés como los antológicos catálogos de las exposiciones dedicadas a María Zambrano o Severo Ochoa. Sin olvidar los audiolibros que recogen las lecturas que, aquí mismo, realizaron en su día poetas como Álvaro Mutis, Olga Orozco o Jaime Gil de Biedma, que en los años 50 trató a Jiménez Fraud en su exilio de Oxford, en el número 2 de Wellington Place.
Y todo mientras se discute, como estos mismos días, sobre las bibliotecas digitales o el cambio climático. La actividad no para en un lugar sin el que la cultura española tendría un agujero con más metros cuadrados que los que ocupan estos edificios. El lirismo de póster y calendario escucharía todavía, en el mismo salón en el que estuvo, el piano al que se sentaba Lorca, que vivió aquí diez años; o la risa de Alberti, asiduo visitante. Más en prosa, es difícil sustraerse a la idea de que si estas paredes hablaran, lejos de suspirar, preguntarían: "¿Qué haces ahí mirando?".
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