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Crítica | El árbol de la sangre
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Más allá de los límites del control

Supone la atrevida declaración de principios de quien está dispuesto a ir más allá de la ruta del exceso de 'Caótica Ana'

Úrsula Corberó y Álvaro Cervantes, en 'El árbol de la sangre'.
Úrsula Corberó y Álvaro Cervantes, en 'El árbol de la sangre'.

En Aquí Kubrick, Frederic Raphael, guionista de Eyes Wide Shut (1999), mostraba su perplejidad ante la fascinación que el director de Barry Lyndon (1975) sentía por una película española llamada La ardilla roja (1993). La observación pasaba por alto hasta qué punto Kubrick, celebrado orfebre de la perfección, fue, ante todo, un artista del riesgo, capaz de socavar su camino hacia la excelencia con decisiones tan temerarias como confiar un papel dramático a Peter Sellers, depositar toda la hondura filosófica de un discurso en el poder, esencialmente ambiguo, del símbolo o combinar contrastados registros dramatúrgicos en una misma escena. No es difícil entender qué vio Kubrick en La ardilla roja: la obra de un creador capaz de transgredir los límites del control.

EL ÁRBOL DE LA SANGRE

Dirección: Julio Medem.

Intérpretes: Úrsula Corberó, Álvaro Cervantes, Najwa Nimri, Daniel Grao.

Género: drama.España, 2018.

Duración: 130 minutos.

Tras revelarse como portador de una mirada inédita con Vacas (1992) –película que conciliaba la herencia autoral del nuevo cine español con las estéticas de la posmodernidad-, Julio Medem avanzó siempre en la cuerda floja hasta llegar a lo que parecía el punto límite de su poética con la desbordada Caótica Ana (2007). Con El árbol de la sangre, Medem cierra una etapa de tentativa, en busca de una reformulación de sí mismo que no llegó a encontrar, para proponer la atrevida declaración de principios de quien está dispuesto a ir más allá de la ruta del exceso de Caótica Ana.

Dos amantes se reúnen en un caserío para reconstruir la historia de unos orígenes que se entrelazan en un tronco común de dolor y sangre. El relato no conoce otro tono que el de ese sublime/ridículo que Zizek asociaba a la sensibilidad lynchiana, pero Medem maneja la arborescente trama con un seductor dominio narrativo: resulta imposible despegar los ojos de la pantalla en esta historia donde conviven la mafia rusa, el terrorismo, los juguetes rotos de la Movida, toros bravíos (literales y metafóricos) y un cuantioso surtido de otros elementos dispares. En ocasiones, el énfasis formal flirtea con lo publicitario y hay momentos de una marcada opacidad ética –el modo en que el personaje de Úrsula Corberó responde al secreto de su padrastro-, pero la fuerza de este tsunami melodramático que habla de la posibilidad de afirmar una cierta pureza frente a los pecados de los padres –y de la historia colectiva- viene impulsada por algo muy infrecuente: la osadía de un creador dispuesto a reconciliarse con las zonas más irracionales –y gratificantes- de su propia identidad.

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