El cuento de los cheyenes sin plumas
Tommy Orange reescribe la compleja situación de los indios de EEUU desde su mirada nativa, no de blanco
Hace mucho tiempo que no hay pieles rojas, ni pipas de la paz, ni recompensas por cortar cabelleras de indio a mayor gloria de vaqueros o rangers intrépidos que se jacten de ello en los saloons.Y, sin embargo, el relato de los indios americanos, de su historia de derrota, asimilación y supervivencia, sigue marcada por la voz de los blancos, los vencedores: desde John Wayne acribillándolos a tiros a Kevin Costner salvándolos. El Día de Acción de Gracias, que reúne a las familias estadounidenses en torno a una leyenda de unidad entre colonos e indios, escondió una realidad de matanzas, envenenamientos y hasta juegos con cabezas rodantes de pequots, por ejemplo, que en Manhattan la gente pateó por las calles “como balones de fútbol”. Otras cabezas eran exhibidas en tarros, ensartadas en picas, convertidas en espectáculos por los que había que pagar y, hasta finales de los años setenta, la cabeza de un indio con plumas fue la imagen sobre la diana de una carta de ajuste en los televisores de EE UU.
Lo cuenta Tommy Orange, un indio cheyene nacido en Oakland (California) en 1982, que ha convertido en superventas y finalista del Booker Prize su primera novela, un retrato abrasador de los indios contemporáneos. Ni aquí ni allí (AdN) es un libro rabioso, rápido y contemporáneo donde esas escenas de represión antigua se resumen en el prólogo. El resto es un rocoso esculpido de la realidad de los indios urbanos bajo una represión nueva, la de sus adicciones, sus agujeros y su desarraigo consustancial a su historia de asimilación forzosa. El 70% de los 2,4 millones de nativos estadounidenses viven en ciudades y Orange ha elegido a 12 de ellos para describir una verdad nada autocomplaciente. No hay épica ni reservas más o menos folclóricas de indios, sino ciudadanos convertidos en carne de cañón. Orange se ha propuesto aportar un relato indio de la historia india, y este es el resultado.
“Nuestros propios apellidos nos fueron impuestos, nosotros solo teníamos nombres”, cuenta Orange por Skype. “Del mío hemos oído muchas historias”. Pudo proceder del color naranja del cielo o del nombre de la compañía militar que los venció, pero la saga Orange se forjó en el sur del país tras la masacre de Sand Creek (1864), que puso en estampida a las tribus cheyenes y arapajós. Muchos se largaron a Canadá, a Montana y Wyoming. Otros (como los antepasados de su padre) se quedaron en las reservas de Oklahoma, son los cheyenes del sur. “Y ese es mi alistamiento oficial, soy miembro de los cheyenes del sur y de la nación de cheyenes y arapajós”. “Cada indio necesita conocer su tribu y su afiliación, y esa es la mía”.
Orange desnuda en su libro el turbulento desajuste de identidad, herencia de la asimilación forzosa. “La represión aún continúa. En cada época toma formas distintas, ya no hay vaqueros persiguiéndonos para conseguir una recompensa por nuestra cabellera, no es tan excitante, pero está ahí. Tenemos la mayor tasa de suicidio, la menor esperanza de vida del país, tenemos mujeres muertas y desaparecidas por todo EE UU”. Por ello, para él ser indio supone precisamente contar lo que supone ser indio: no poner el acento en los tópicos de pobreza, violencia o depresiones porque sí, porque sean un pueblo que quiera hacerse daño a sí mismo, sino en su calidad de hijos del desarraigo, la opresión y la asimilación.
“Nos quitaron de en medio y nos redujeron a una imagen con plumas”, cuenta Orange.Él es miembro activo de sus tribus, instruye escritura a otros nativos, ha participado en los powwows (fiestas intertribales que congregan a indios) y está empeñado en contribuir a un nuevo relato sobre su nación. “Mi interés no es el de un hobby. Volver atrás para entender qué fuimos es parte de la experiencia india: la identidad y la autenticidad es la gran cuestión”.
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