Esta es su vida
La pugna por hacerse con los 'papeles de Herralde', el archivo editorial de Anagrama en su 50º aniversario, salta de la esfera cultural a la política
1. Archivos
Si en lugar de estar en este planeta como un insignificante “intelectual” declinista, bueno para nada y proclive al dolor del mundo (al Weltschmerz, para que se me entienda), yo fuera un “Sísifo feliz de la edición” como Jorge Herralde —hasta 2010 único “dueño y propietario” de esa Yoknapatawpha de lo impreso que es Anagrama—, estaría la mar de divertido observando cómo los poderes culturales se disputan la posesión de mi legado. Este verano Herralde ha vivido otra apoteosis de reconocimiento envuelta en legítima codicia cultural: todo el mundo quiere hacerse con el enorme papelorio de más de 30.000 documentos que reflejan oblicuamente —además de egos desaforados, amores contrariados, mezquindades pecuniarias y rupturas más o menos sonadas— buena parte de los entresijos de la historia cultural de la literatura española del último medio siglo, por no hablar de la propia biografía de Herralde (“esta es su vida” le habría dicho, mientras se lo entregaba en un centenar de archivadores, el difunto Federico Gallo en aquel prehistórico show televisivo).
En un país en el que la construcción de la memoria de la edición está todavía en sus inicios (entre otras cosas por el olvido, cuando no por la negligente destrucción a la que algunos grandes grupos han sometido la documentación de las antiguas editoriales que terminaron absorbiendo), los “papeles de Herralde” cubrirían, sin duda, muchos vacíos. La pugna entre la Biblioteca Nacional de España, a cuyo frente sigue la incombustible Ana Santos —nombrada por la derecha, pero que, además de no haberlo hecho mal, ha sabido contentar a los intelectuales repartiendo bolos pagados cuando casi nadie lo hacía—, y la Biblioteca de Catalunya —a cuya directora, Eugènia Serra, no le sentaría nada bien que se le escapara ante sus napias el archivo de Anagrama, como antes lo hicieron el de Carmen Balcells o el de Beatriz de Moura—, ha saltado a la prensa profusamente. Incluso, más allá de estas instituciones, algún comentarista partidario de las terceras vías ha llegado a proponer una “Biblioteca Jorge Herralde” ubicada en una futurible Biblioteca Provincial de Barcelona improbablemente financiada por el Ayuntamiento de Barcelona y “el ministerio”.
En la prensa nacional y autonómica —incluyendo los dos periódicos más influyentes que se publican en este país (por ahora)— he contado más de una docena de páginas veraniegas consagradas a glosar la trayectoria profesional del editor español más conocido (et pour cause, como él diría) en el milieu europeo, y a ponderar la importancia del archivo de su editorial (uno de los diarios transcribió entero el discurso que pronunció en el homenaje que le rindió la Pompeu Fabra en la clausura de su máster de edición, como si se hubiera tratado del discurso de aceptación del Nobel de Pere Gimferrer, pongo por caso).
El asunto ha saltado incluso a la política y, hace pocos días, el grupo del PSC en el Parlament elevó al Gobierno del voltario y mercurial señor Torra una petición para que tomara cartas más oficiales en el asunto. De modo que mi querido Herralde ha conseguido convertirse casi en una cuestión de Estado. Y, mientras tanto, el auténtico y astuto protagonista de esta novela, que es él mismo, se deja querer, satisfecho y jirocho, como lo hacía Lolita (a Anagrama le debemos, por fin, la mejor traducción española de la obra maestra de Nabokov) ante los avances del rijoso Humbert Humbert, o hicieron tantos de los autores a los que el Gran Editor Vivo consiguió incorporar a su estupendo catálogo.
2. Novela
Ya sé que, como dicen los cínicos más adorables, nada hay más aburrido que escuchar (o leer, salvo en las novelas) los infortunios de los demás, pero me permitirán que me refiera brevemente a lo que ha desencadenado una de mis últimas y recurrentes depresiones. Leí El rey recibe (Seix Barral) tan pronto como me llegó el ejemplar. Y lo hice en un pispás —día y medio—, pasándolo muy bien y deseando que no se acabara tan pronto. Leer las últimas novelas de Mendoza se me antoja tan seguro y fiable como ir de copiloto en un Volkswagen Arteon conducido a 130 kilómetros por hora por un experto chófer en una autopista alemana.
Mendoza lo hace todo fácil: tanto que a veces pareciera que escribe como “le sale”, como si fuera un don, como si, tras la página, no hubiera más trabajo de composición que el mero fluir negro sobre blanco de su imaginación. La peripecia (primera parte de una trilogía vagamente —muy vagamente, insisto— autobiográfica) de Rufo Batalla en el mundo (Barcelona, Nueva York), mientras su historia privada (cómica, paródica, satírica, fantástica) se combina con la materia histórica de la “década prodigiosa” seleccionada por alguien al que no le interesa mucho profundizar en lo que pasó, se deja leer muy bien, apoyada en el lenguaje barojiano y preciso de un novelista dueño de la tramoya de su oficio.
Y es justo que, inmediatamente, su libro se haya incorporado a la lista de los más vendidos. La depresión vino después, cuando empecé a leer algunas críticas y reseñas en las que aparecía la expresión “obra maestra” u otras por el estilo. Como tal juicio, emitido incluso por el maestro Mainer, a quien tanto debo, no correspondía a mi experiencia, comencé a sentirme como un bambarria incapaz de comprender la importancia de lo que había leído, y culpable de que la novela que acababa de terminar le pareciera, sobre todo, entretenida, muy entretenida. Lo que no es poco: mutatis mutandis, no creo que los lectores de El asno de oro, por ejemplo, experimentaran en su momento una sensación muy diferente. Por lo demás, el muermo crítico-literario desapareció cuando vino a confortarme, como siempre, mi amigo Johnnie Walker, que nunca me falla.
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