Un café filtrado con el calcetín de Benzema
La parada en Francia depara una comida en plato y una ducha en el albergue, donde se sirven cervezas toda la noche
Estoy sentado en la terraza de un bar junto a la calle Cours Lafayette, en Lyon. Son las dos de la tarde y no puedo entrar al albergue hasta las tres. La política es muy restrictiva en este particular. “La hora de salida son las 11, pero puedes irte antes”, me dirán más tarde en la recepción, no sé si vacilándome o exhibiendo ese apego por la libertad tan francés. Saco el móvil y me dispongo a hacer una foto que le mandaré a mi madre por whatsapp junto al mensaje: “Adivina dónde estoy”. Ella es muy de todo lo francés. En el retrato se ve un señorial edificio del siglo XIX, un seto y, entre las hojas, algo negro que estoy tratando de distinguir —este teléfono tiene una semana y ya hace cosas raras con la cámara, vuelve, Steve Jobs—, justo cuando levanto la cabeza y veo que a un palmo de mis narices hay una señora ataviada con un burka gritándome indignada. Me da que lo negro de la foto era ella.
Mi francés nivel Windows 98 me alcanza solo para entender unos cuantos insultos. Quiere que borre la foto. Informa de que no tengo permiso para retratarla por la calle. Le digo que no me había fijado, que pasaba por detrás de un seto, que no tengo nada en contra de los símbolos religiosos, ni de los trajes regionales, ni mucho menos del color negro. Puedo abrir la maleta para que compruebe la de cosas negras que llevo. Gano por agotamiento. Se marcha farfullando. Entonces, entro al bar a por la clave de wifi. Están todos los trabajadores almorzando, aunque siendo esto Francia, igual ya están cenando. Se levanta la dueña, y mientras me sirve una cerveza, con la mano izquierda coge mi móvil y teclea la clave wifi. Me lo devuelve. Clave errónea. Se lo digo. Lo vuelve a agarrar algo molesta. La introduce de nuevo. “Voilà”, me dice. Miro la pantalla. Clave errónea. Ahora sí funciona, gracias y perdone las molestias, le digo mientras abono mi cerveza.
En el lobby (¿se llaman lobby estas cosas en los albergues también?) del lugar en el que voy a pernoctar hay una zona de sofás ocupada por media docena de jóvenes durmiendo. La zona del bar está tomada por otra media docena de jóvenes. “Servimos café hasta las seis de la tarde y cerveza toda la noche”, me informa el camarero. Le debo sacar unos 15 años, lo que le convierte en la persona más cercana a mi edad del establecimiento. Le comento que me parece una política muy sensata. El éxito del Interrail está en la empatía.
Hago una foto que le enviaré a mi madre: “Adivina dónde estoy”
Ya en la habitación decido que, tras cinco horas de tren y con el bochorno que he pasado andando 45 minutos hasta el albergue —el presupuesto me hacía decidir entre cerveza o bus— no estaría mal ducharse. Entonces caigo en que no llevo ni gel de ducha, ni champú, ni cepillo de dientes. Llámenme señor, pero hace ya años que doy por hecho que donde me alojo tendrán todo esto. Voy de viaje, no al gimnasio, demonios. Afortunadamente, llevo unas chanclas de la última vez que hice esta maleta. Así, con mis chanclas y mi toalla cruzo orgulloso el pasillo hasta la zona de duchas para hombres. Me meto en una y observo aliviado la existencia de un dispensador de jabón. Si es que me estreso por nada. Presiono, no sale nada. Presiono otra vez, cae una burbuja.
Es media tarde en Lyon y los cafés están llenos. Esta ciudad es fabulosa. Reparo en que son las siete de la tarde y no he comido nada en todo el día. Entre una cosa y otra, pues como que me he olvidado. Me meto en un bar de cervezas artesanas que dice tener wifi —espero que aquí sepan su propia clave de acceso—, pido una pequeña y me pongo a buscar dónde cenar. “¿Rubia local o tostada de importación?”, pregunta la camarera. Estoy tentado de hacer la broma, pero, sensatamente, me corto. Señor, vale; señoro, pues no. En estos momentos no soy consciente de esto, pero Lyon es la única ciudad en la que voy a tener unas horas para hacer turismo y en la que voy a disfrutar de ese lujo que es comer sentado algo que llega en un plato. Llego al albergue sobre la medianoche. En el bar no hay jóvenes bebiendo y en el lobby (o como se llame), nadie durmiendo. Así es la salvaje noche de mi Interrail.
A un palmo de mis narices una señora con burka me grita indignada
A la mañana siguiente, salgo a correr por el maravilloso parque de la Tête d’Or y de vuelta me siento a la puerta de un supermercado a esperar a que abran para comprar esos enseres que mi vida de señor ha hecho que olvidara. Tres mochileros me preguntan cómo llegar a la estación y un indígena hace amago de darme algo de suelto. Una vez duchado, disfruto de mi ‘desayuno incluido’. Creo que me lo han regalado por mi edad, porque no recuerdo haber abonado yo esos cinco eurazos de más que cuesta desayunar aquí. Me dan un café hecho con uno de los calcetines que lució Karim Benzema en su último partido con el Olympique de Lyon y un zumo de naranja naturalmente aguado.
Los estragos del café entre los clientes pueden comprobarse empíricamente en el baño que hay en la planta baja. Me despido de tres americanas que van a París y que son las únicas con las que, al no llevar Macs ni sueño acumulado, he podido interactuar. Ninguna había visto Antes del amanecer, pero me han descargado en el móvil una app que sirve para… algo.
En la estación intento reservar tren a Zúrich con enlace en Ginebra. Me dicen que no hace falta reserva. Insisto. “Simplemente, métete en el tren. ¡Siguiente!”. A las 12.36 hago justo eso. Y ya nada volverá a ser lo mismo.
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