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DIARIO DE INVIERNO | 4
Columna
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Qué lindo ser rica

Estoy en completo desacuerdo con mi yo juvenil y, en un giro hacia el argentinismo más patente, quiero una casa propia

Marcos Balfagón

Tocó trabajar de Escritora, así que ayer me junté con algunas pares en un evento sobre género y literatura en Villa Ocampo, la casa de la mítica Victoria, fundadora de Sur; también la mansión donde creció Silvina, la escritora, la esposa de Bioy Casares y amiga de Borges, a quien le dediqué un libro. Villa Ocampo ahora es un Observatorio Cultural de la Unesco: está perfectamente conservada y queda al norte de Buenos Aires, cerca del río. Tiene techos de pizarra franceses, muebles de la Bauhaus, detalles italianos, paredes rosa-salmón estilo colonial, un parque verde inglés, cisnes gordos que se pasean aburridos. Es una belleza. Me produce una envidia espantosa. Qué lindo es ser rica. Rica y propietaria.

Cuando era joven, alquilar una casa, pagar la renta, me parecía normal y hasta deseable, acaso no lo es elegir donde se vive y cambiar y moverse por la ciudad. Ahora estoy en completo desacuerdo con mi yo juvenil y, en un giro hacia el argentinismo más patente, quiero lo que aquí llamamos “ladrillos”, es decir, una casa propia, el sueño, el lema y el mandato familiar de los abuelos inmigrantes. El problema es que en Argentina, las propiedades se cotizan en dólares —y en consecuencia se pagan en dólares— pero los argentinos ganan su dinero en pesos cada vez más devaluados. Entonces, la casa es como una zanahoria: cuando parece cercana la posibilidad de pedir un préstamo, boom, devaluación de 10%, y no solo eso, porque si eso fuera todo les juro que las cosas serían más razonables: la propiedad también sube de precio. Y otra vez es inalcanzable, como esas galaxias rosadas y azules tan bonitas. Sin contar con que los dueños de las casas suben el alquiler cada seis meses sin piedad y sin un organismo que los contenga, regule o castigue. (La dueña de mi casa es buena y no se abusa, pero es una rareza).

No quiero olvidar la pesadilla final: en las compras de casas, el argentino no transfiere el dinero de una cuenta a otra, como una persona normal. No. El comprador debe darle a quien vende el dinero en efectivo, dólar sobre dólar. Sacarlo del banco, meterlo en un bolso e ir con el botín hacia el lugar señalado. Ahí se hará la entrega con un abogado que certifica la operación. La casa se puede comprar, pero hay que sortear a: 1) los ladrones que identifican a los que salen del banco pálidos como muertos y sudando como en el trópico 2) el infarto por estrés. Hace unos meses completó la operación uno de mis mejores amigos: “Siento que perdí diez años de mi vida”, me dijo. Ahora mismo, por Buenos Aires, hay gente con cientos de miles de dólares en mochilas, bajo la camisa, entre los pantalones y la piel; personas que usan el transporte público para trasladar sus pequeñas fortunas porque temen ser blancos móviles si usan taxis o sus propios autos. Es un rito iniciático y no quiero pasarlo, así que solo me queda soñar con un tío desconocido que muera y piense en su sobrina escritora y le herede alguna casa, pequeñita, modesta: ya no importa.

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