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Crítica | El pacto
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El Diablo (im)probablemente

Aquí no habla el demonio, habla el mercado. Y no hay nada de malo en ello: el problema es que tampoco haya nada realmente perturbador, potencialmente luciferino

Belén Rueda, en 'El pacto'.
Belén Rueda, en 'El pacto'.

EL PACTO

Dirección: David Victori.

Intérpretes: Belén Rueda, Darío Grandinetti, Mireia Oriol, Antonio Durán Morris.

Género: terror. España, 2018.

Duración: 90 minutos.

En Parpadeo (Pálido Fuego), la novela de Theodore Roszak que todo firme creyente en el poder transformador del cine debería tener como Biblia particular (y profana), se lee: “Veinticuatro veces por segundo, entre el paso apresurado de cada fotograma, el parpadeo se abría paso de modo traicionero a través del ojo deslumbrado hacia las desguarnecidas profundidades de la mente. Luz contra Oscuridad. Carne contra Espíritu. El Dios Bueno y el Dios Malo trabados en combate. Ver películas era una manera de ser catequizado de manera subrepticia”. Según la historia secreta y alternativa del séptimo arte que proponía esa virtuosa ficción, el cine es un territorio tan receptivo a las manifestaciones de lo sagrado como a la infiltración de lo diabólico. Si en su ensayo de 1975 Umberto Eco sugería que en una película como Casablanca (1942) parecía manifestarse una fuerza superior -¿divina?-, no han sido pocas las películas bajo sospecha de conexión satánica. El cine es tanto el arte de Dios como el de Satán y, quizá, invocar a cualquiera de esas figuras a través de la imagen en movimiento sea algo que debería hacerse siempre con tacto y cierto conocimiento de causa.

El pacto, ópera prima de David Victori, es una película de terror que habla del Diablo. O, más bien, de pactos con el Maligno en situaciones de dolor. Su versión de Satanás es un señor que atiende en un despacho umbrío y destartalado que parece una localización extraída de Los sin nombre (1999) de Jaume Balagueró. Unas arañas albinas y un reloj de arena proponen un eficaz imaginario alejado de las cruces invertidas y las retóricas habituales del terror satánico, pero, más allá de la funcionalidad de la trama (que se remata desatendiendo a las implicaciones éticas de un desenlace más conciliador que consecuente), la película se resiente del ensordecedor silencio… del Diablo.

Que una de las primeras líneas de diálogo anticipe el pasado alcohólico del personaje de Dario Grandinetti demuestra que nadie ha conjurado el lugar común. Y la presencia de Belén Rueda al frente del reparto quizá delate que los responsables de esta producción posiblemente no crean en la existencia del Maligno, pero sí en la conveniencia de reiterar fórmulas que previamente han demostrado su rentabilidad y solvencia. Aquí no habla el Diablo, habla el mercado. Y no hay nada de malo en ello: el problema es que tampoco haya nada realmente perturbador, potencialmente luciferino.

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