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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Vivir en gay, en género, en disidencia

La cultura cubana reflejó las dificultades de ser homosexual durante el castrismo. Autores como Reinaldo Arenas lucharon por lograr el fin de la persecución que ahora anuncia el Gobierno

Jorge Perugorria (izquierda) y Vladimir Cruz, en un fotograma de 'Fresa y chocolate', de 1995. En vídeo, tráiler de la película.

A medida que los titulares de los diarios se alejan de la isla, afirman que Cuba está diciendo adiós al comunismo. Lo que, traducido, viene a decir que el Partido Comunista ha empezado a legislar un presente en el que ya ha dejado de colocar como estación futura de la historia a la propia sociedad comunista que le servía como meta.

Los titulares atienden, también, al hecho de que la propiedad privada acaba de recibir la bienvenida en la nueva constitución cubana. Lo que significa que ese mismo Partido Comunista asume como norte a una actualidad global en la que capitalismo económico y pluralismo político ya no tienen por qué navegar, precisamente, juntos. Y esos titulares rematan con la puerta que abre dicha reforma constitucional al matrimonio homosexual; un paso inimaginable en otros tiempos en los que la homosexualidad —sin siquiera matrimonio— fue castigada sin miramientos.

Es fácil apreciar que todo esto es el colofón de un sufrimiento largo, inaceptable e innecesario en el que los homosexuales fueron reprimidos clínica y socialmente. También es un reconocimiento a los que desde la cultura lucharon por la normalización. Hablamos de creadores como Reinaldo Arenas, Virgilio Piñera o Severo Sarduy, Carlos Alfonzo, Néstor Díaz de Villegas, Carlos Díaz, Abilio Estévez o Legna Rodríguez Iglesias.

Pero que llegue tarde no implica que no haya motivos para celebrarlo, del mismo modo que el hecho de que el Estado, por fin, lo acepte no supone que tengamos que agradecérselo.

Es evidente que un nuevo realismo político mueve las aguas de estas reformas que han decidido legislar sobre el papel aquello que en la calle hace rato que sucedía de facto. En esa cuerda, no todo es atribuible a una operación de maquillaje, por más que el viejo Maybelline no falte en el asunto. Pensar que todo lo que ocurre en un Gobierno pasa porque este así lo quiere es, muchas veces, un capítulo del culto a la personalidad que tanto rechazamos.

Mucho han tenido que empujar generaciones de cubanos para que esto, por fin, tenga una dignidad legislativa. Con esta medida se asumen —a gusto o a regañadientes, por reparación o por aceptación— las batallas de seis décadas de cultura y práctica de diferencia sexual en Cuba (por contabilizar solo los años vividos desde el triunfo de la revolución). En esas batallas está la historia de la represión y, asimismo, del enfrentamiento a esa represión. Está la imposición, pero también la posición libertaria de miles de gentes heroicas que abrieron el camino.

Es cierto que todavía hoy no se legisla el pensar distinto, ni el informar distinto. Y es verdad, además, que la aceptación de la propiedad privada implica una acumulación rudimentaria de capital en la que uno puede poner un bar pero no una editorial. O lo que es lo mismo: que uno puede enmendarle los mojitos al Estado pero no sus ideas. Todo eso es tan innegable como preocupante, pero no conviene subestimar la importancia que puede acarrear esta nueva medida para las nuevas generaciones. A ellas también conviene refrescarles la memoria. Sin olvidar un solo segundo los desastres del pasado, vale la pena distinguir entre lo que un Gobierno hace porque quiere y lo que hace porque no le queda otro remedio. Lo que hace motu proprio, por convicción, y lo que es llevado a legislar porque la sociedad ha presionado.

El posible matrimonio homosexual llega, en Cuba, en un momento de divorcio entre capitalismo y democracia. Algunos de los titulares mencionados lo celebran dentro de un paquete de medidas que nos llevan al primero, pero tal vez deberíamos celebrarlo como un adelanto de esa democracia del mañana que la sociedad cubana está dibujando, ahora mismo, por su cuenta.

Cuando Giangiacomo Feltrinelli estaba traduciendo frenéticamente el Diario del Che en Bolivia, quedo muy escaldado por la homofobia del poder cubano. “Veo nubarrones”, apuntó entonces. Un repaso, durante el siglo pasado, a las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), en los sesenta, al Congreso de Educación y Cultura, en los setenta, o a los Procesos de Profundización de la Conciencia que recibieron los ochenta, para confirmar que esto no iba de un quinquenio ni de un arrebato represivo pasajero.

Eso hace más heroica, si cabe, la posición diferente de los nombres antes mencionados. A estos nombres, entre muchísimos otros (también a la popularización de la causa lograda por la película Fresa y chocolate), es a quienes se les debe este momento de la constitución cubana. Si el Parlamento legisla hoy sobre esto, es porque ellos, ellas y ellxs (como quieran nombrarse en estos tiempos de reivindicación) ya reivindicaron una Cuba que ha escrito, sin el amparo de ninguna ley, el acto de vivir en gay, en género y, en definitiva, en disidencia.

Iván de la Nuez es ensayista y comisario de arte cubano.

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