Una lucha de clases
Una película donde todo es de segunda mano y llega varias temporadas tarde; solo el pulso de excesos entre Kingsley y Hopkins aporta un ligerísimo toque de distinción

PERSECUCIÓN AL LÍMITE
Dirección: Eran Creevy.
Intérpretes: Nicholas Hoult, Felicity Jones, Ben Kingsley, Anthony Hopkins.
Género: thriller. Reino Unido, 2016.
Duración: 99 minutos.
Un dios hortera y otro altamente refinado libran su particular lucha de clases sobre una joven pareja a la que, insistentemente, le caen encima gratuitas comparaciones con Romeo y Julieta. Los dos dioses son, dentro del relato, capos criminales de dispar condición y parecen papeles hechos a medida para que dos monstruos sagrados –Ben Kingsley y Anthony Hopkins, respectivamente- se entreguen a sus particulares ejercicios de sobreactuación en el seno de un producto menor que ni merece, ni, probablemente, les exigía un más elaborado trabajo de composición. La serie B siempre ha sido un buen patio de juegos para el actor oscarizado sin ganas de dar otro do de pecho. El personaje de Kingsley, proxeneta con diversificación empresarial en el negocio de la equitación y en el sector servicios (especialidad narcotráfico), viste con chándales o batines que hieren los párpados, discursea al modo subtarantiniano sobre películas como Perfect (1985) de James Bridges o sobre las similitudes y las diferencias entre las putas y los caballos y tiene una irrefrenable tendencia al apodo pop: a sus ojos, Nicholas Hoult merece ser bautizado como Burt Reynolds (se supone que por su destreza al volante). El de Hopkins, por su parte, rico industrial con intereses bien compartimentados en el comercio de la droga, es todo dicción especialmente mimada para marcar distancias y, de paso, dejar claro que exigir un reparto equitativo del botín es una intolerable falta de etiqueta.
Persecución al límite, tercer largometraje de Eran Creevy tras Shifty (2008) y Cruzando el límite (2013), es una película donde todo es de segunda mano y, además, llega varias temporadas tarde. El pulso de excesos entre Kingsley y Hopkins aporta un ligerísimo toque de distinción a una trama manoseada, que reitera el esquema de la última misión delictiva del joven con necesidad de redención sentimental y doméstica. El recurso melodramático de la heroína necesitada de trasplante de hígado no incorpora ningún componente de emoción adicional, pero, sin duda, lo peor es el sentido del montaje, que funciona como una avalancha de bromuro para unas escenas de acción que la puesta en escena sabotea previamente.
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