El volcán Robin Williams nunca se apaga
Un documental de HBO y un libro repasan la vida y las adicciones del cómico estadounidense, un actor torrencial sin límites considerado el mayor talento de su generación
Estaba inerte, mirando al suelo, con los brazos colgando, completamente quieto y callado". En 1986 el fotógrafo Arthur Grace recibió el encargo de Newsweek de seguir durante un mes la gira de Robin Williams. El primer día que vio la preparación del cómico minutos antes de un show pensó que se había quedado dormido: "De repente, cuando le llamaron, estalló". Como una explosión, una dinamo de creación constante de una energía brutal. Sin freno, sin límites, sin red, sin censura. Desaforado. Volcánico. Solo así entendía la comedia Robin Williams. Interpretaba a Dios drogado creando al ornitorrinco, se convertía en la vagina hablante de Whoopi Goldberg en un telemaratón benéfico televisado a todo EE UU, se burlaba de sí mismo hasta la autoflagelación más dolorosa. Todo sin dar respiro. E imitaba. Imitaba, saltaba de un personaje a otro en segundos sin parar de correr por el escenario. Durante horas, semanas, meses. "Tengo miedo a ser aburrido, al día en que mi mente no pueda arrancar", contaba. Y cuando intuyó que empezaba a perder el control de su cerebro, Robin Williams se suicidó.
El 11 de agosto se cumplirán cuatro años del fallecimiento de Williams (Chicago, 1951 - Tiburon, California, 2014), uno de los cómicos más talentosos del siglo XX. Al menos, seguro, fue el que más energía emanó desde el escenario. La cadena HBO estrenó ayer En la mente de Robin Williams, un documental de Marina Zenovich que revisa cronológicamente la vida del artista. Al filme le falta cierta chispa, justo la que le sobraba a su protagonista, y prefiere detenerse en las adicciones que marcaron su vida y sus películas más conocidas aunque menos arriesgadas, como El club de los poetas muertos o Good Morning, Vietnam, antes que en el proceso de creación de su arte y en sus trabajos fílmicos más arriesgados: Aladdin, El rey pescador, Retratos de una obsesión o Insomnio. Todo lo contrario que el libro Robin, del periodista de The New York Times Dave Itzkoff, una minuciosa investigación sobre alguien que, como defiende el mismo Itzkoff, "estaba igual de increíblemente dotado para la comedia que para el drama, y por tanto no debería de ser etiquetado".
Dos personajes para la historia
De entre los miles de personajes que creó Robin Williams, el cómico tenía dos cercanas a su corazón. El documental se detiene en su interpretación de Esperando a Godot junto a Steve Martin, una aventura teatral en la que se embarcó en otoño de 1988 en Nueva York, dirigidos por Mike Nichols. "Aprendí a que las pausas son parte de la comedia", cuenta Williams, "porque Martin es el rey del tempo cómico".
La otra llegó de la animación: su Genio de Aladdin aún no ha sido igualado. El español Raúl García fue el responsable de animación del personaje. De viaje en Madrid, reside en Los Ángeles, García recuerda: "Era el tipo más tímido del mundo, callado... Hasta que se ponía delante del micrófono y parecía que se apretara el interruptor. Era una fuente de ingenio. De cintura para arriba era un luchador de grecorromana y de cintura para abajo una bailarina y lo movía todo a la vez. Se le dio carta blanca para la improvisación, y llevó la película por caminos que nosotros ni imaginábamos: no habíamos previsto cambiar tanto visualmente al genio en cada plano. De cada línea de diálogo podía sacar hasta 15 minutos de improvisación".
La relación entre Williams y García, que cuenta varias anécdotas sabrosas de él, creció: "Nos hicimos amigos, gracias a él me contrataron para hacer la secuencia de animación de Señora Doubtfire. Hablábamos mucho. La última vez que nos vimos fue tras su operación de corazón, y bromeamos sobre nuestros problemas de salud".
Pero Williams fue ante todo un cómico, y lo mejor de En la mente... es la posibilidad de verle en acción en teatros de todo Estados Unidos. Su verborrea genial, su capacidad inabarcable de improvisar, de crear un personaje y dejarlo atrás por otro en segundos. En agosto de 1986 se encerró dos noches en el Metropolitan Opera House de Nueva York ante 3.800 personas. Él solo, en un escenario desnudo. Y en sendas actuaciones de dos horas, de las que cerca del 25% -cuentan sus amigos admirados- era material nuevo que nunca le habían escuchado antes. "Los monólogos son un mecanismo de supervivencia", dice en off en pantalla. Como apuntan varios de sus compañeros, su exparejas y sus hijos, Williams solo vivió para una cosa: hacer reír. Eric Idle, otro grande y colega de Williams, ilumina su carácter cuando apunta: "Necesitaba transmitir y tener gracia; a la vez era una luz que no sabía cómo apagarse". Billy Crystal, su amigo íntimo, lo refrenda: "La risa era su droga porque significaba aceptación". Siempre en busca de un abrazo, del cariño, procediera de quien procediera.
Esa necesidad de hacer reír venía de su madre. Robin Williams fue criado como hijo único por un viajante de la compañía Ford y una exmodelo. Años después supo que cada uno de sus progenitores había tenido un hijo en matrimonios precedentes y apagó así, con su relación fraternal, algo de la soledad que había sufrido de crío. En su primera actuación, en el instituto, imitó en la fiesta de graduación a un profesor, y descubrió el placer de los aplausos. Tras estudiar Interpretación en la escuela Marin y representar La fierecilla domada en el festival de Edimburgo en 1971, Williams entró en el tercer curso de la prestigiosa escuela Juilliard, en Nueva York, junto a quien se convertiría en la otra gran estrella de esa quinta de la institución: Christopher Reeve. Al finalizar sus estudios se mudó a la otra costa, a San Francisco. Allí encontró su sitio en una hornada incipiente de nuevos cómicos de la stand-up comedy estadounidense. David Letterman, en sus inicios humorista antes que periodista, rememora el primer día en que vio una de sus actuaciones: "Por su energía, pensé que podía hasta volar".
La tele le catapultó a la fama al encarnar al marciano coprotagonista de la serie Mork y Mindy (1978). Era capaz de grabar un episodio -con público en directo- después actuar en el mítico local angelino The Comedy Store e, incansable, volver a actuar en otro club, The Improv. "Una noche", asegura Idle, "logró ponernos a rezar a todo el público para que muriera un alborotador que gritaba al fondo del local". Llegó el éxito, y con él, la cocaína -"Es la forma que tiene Dios de decirte que ganas demasiado dinero", ironizaba Williams- y el alcohol. El fracaso de Popeye le hundió en las adicciones, y de ellas salió cuando descubrió que había sido la última persona en ver con vida a otro genio, John Belushi, que murió de sobredosis.
Siguieron años de éxito en los escenarios, de una fama internacional —aunque ningún doblador puede estar a su altura—. También de divorcios, de una operación de corazón y de un mal diagnóstico de párkinson. Como cuenta el libro de Itzkoff, en la autopsia se descubrió que en realidad sufría de demencia con cuerpos de Lewy, un síndrome degenerativo del cerebro “que alteró la percepción de la realidad de Robin, y probablemente le llevó a hacer algo que no quería”. Su cuerpo fue apagándose, su chispa desapareció, y Williams decidió ahorcarse en su dormitorio. Steve Martin apunta en pantalla: “Robin estaba bastante cómodo en el escenario y bastante incómodo en la vida”.
Babelia
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