La ética de la globalización
El abismo entre teoría y práctica llevó a Michael Ignatieff a recorrer el mundo en busca de una moral universal
¿Sobre qué modelo de civilización —el chino, el estadounidense u otro— se va a definir el orden político y social del siglo XXI?”. Esta es la pregunta inicial que Michael Ignatieff se hace en el umbral de su ensayo sobre el orden moral en la globalización. Y no encuentra respuesta para ella después de haber escrito más de 300 páginas, fruto del deambular durante tres años por cuatro continentes, en un esfuerzo indagatorio que combina el reportaje periodístico con la reflexión filosófica.
El viaje del autor, en compañía de un investigador de la Carnegie Foundation, fue financiado por esta institución centenaria, que existe gracias a una donación del que fuera rey del acero y probablemente el hombre más rico del mundo en toda la historia. El señor Carnegie, miembro de una humildísima familia de emigrantes escoceses a Estados Unidos, amasó una inmensa fortuna en las postrimerías del siglo XIX, a base entre otras cosas de someter a los operarios de sus fábricas a condiciones infrahumanas de trabajo. Lo que no le impidió exhibir un comportamiento político bipolar, pues expresaba públicamente al tiempo su preocupación por los derechos laborales e inspiró y apoyó al movimiento sindical. Quizás como una penitencia autoimpuesta por sus culpas, dedicó los últimos años de su vida a financiar diversos proyectos filantrópicos y humanitarios a los que contribuyó con ingentes sumas de dinero. Su generosa donación permite mantener, un siglo más tarde, instituciones como el Carnegie Council, entidad sin ánimo de lucro que opera bajo el lema “La ética cuenta”.
Muchos desencantados refugian su malestar en la búsqueda de identidades perdidas, incluso impostadas
La interrogante sobre el modelo de civilización tiene que ver con otras de similar porte, a comenzar por saber si es que ha de existir verdaderamente un modelo o varios entre los que escoger. Ignatieff es consciente de que el reconocimiento de unos derechos humanos universales, sin distinción de razas, clases, ideologías o religión, no deja de ser un desiderátum que encarna su contradictoria realidad en lo que él denomina las virtudes cotidianas, el mundo que nos rodea. Defensor de la necesidad de un marco institucional que dé estabilidad al progreso de la democracia y garantice los derechos de los ciudadanos, se ve obligado a aceptar finalmente que frente a la abstracción de los conceptos lo que cuenta para la felicidad, o al menos la tranquilidad, de las gentes es el comportamiento posible y deseable en el entorno familiar, de su barrio, su escuela, su fábrica o su municipio.
Sus reflexiones se basan en conversaciones con cientos, quizás miles, de gentes en lugares tan diversos de la tierra como las favelas de Río de Janeiro, los barrios marginales de Los Ángeles o Nueva York, las ruinas de Fukushima o los despojos bélicos de Bosnia. Corona estas experiencias, algunas de ellas verdaderamente fascinantes, con una excursión al controvertido historial político de Myanmar y Sudáfrica. De donde saca, por cierto, la conclusión de que “en la batalla contra los fuertes, la virtud (de los débiles) es un arma más poderosa que la violencia”, opinión no muy oportuna en la conmemoración del 70º aniversario del asesinato de Gandhi. Aunque Ignatieff matiza que no se refiere en este caso a la virtud cotidiana, sino a la de quien está dispuesto a sacrificar toda una vida en pos de un ideal.
La felicidad de la gente no depende de principios abstractos, sino de su familia, su fábrica o su municipio
Cuestión fundamental a dilucidar es en qué medida la globalización afecta negativamente a la existencia ordinaria de las personas. Una mayoría de desencantados refugia su malestar en la búsqueda de identidades perdidas, incluso impostadas. Es el caldo de cultivo de los nacionalismos y la xenofobia, donde se aprende a distinguir entre “nosotros” y “ellos”, base fundamental de la intolerancia y la confrontación. Es difícil por lo mismo aceptar que estemos desarrollando una especie de globalización moral salvo en lo que concierne al funcionamiento de los mercados, en los que se impone la norma capitalista. La resistencia frente a ella no deja de ser local, aunque a veces se arrope en aparentes movimientos de masas. No hay una convergencia normativa en el mundo de la globalización, antes bien existe un conflicto declarado entre los grandes principios que se enuncian y la realidad de la vida de las personas.
Aunque el autor se declara firme partidario de la democracia liberal y defiende que un funcionamiento institucional adecuado es básico a la hora de defender los derechos y libertades de los ciudadanos, no esconde su escepticismo cuando proclama que una buena organización “no puede salvar al sistema político cuando sus élites muestran un comportamiento vicioso y rapaz”. Hacer funcionar las instituciones en circunstancias difíciles es una tarea colosal y muchas veces condenada al fracaso. Hasta el punto de que las identidades locales llegan a manipular el significado de los derechos universales en su propio beneficio. No otra cosa sucede cuando vemos a Gobiernos y partidos europeos ejercer, en nombre de los valores democráticos (que en realidad solo encubren oportunismo electoral), la expulsión y el rechazo a inmigrantes y refugiados.
Lo mejor que, en definitiva, puede decirse de esta obra es que sugiere interrogantes mejor formuladas de las que nos hacemos habitualmente. Y hace tiempo que habíamos comprendido que el fracaso del siglo XX no residió en haber dado respuestas equivocadas a nuestros problemas, sino en no saber formular las preguntas pertinentes.
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Autor: Michael Ignatieff.
Editorial: Taurus.
Formato: tapa blanda (336 páginas).
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