El gran Chao
El periodista, escritor y músico gallego Ramón Chao falleció ayer en Barcelona a los 82 años. Llevaba con humor las confusiones que provocaba la fama de su hijo, Manu Chao
Supe de la extraordinaria trayectoria de Ramón Chao en los años setenta, cuando ambos colaborábamos en el semanario Triunfo. Cargaba con cierta leyenda: el expatriado gallego instalado en París, con una sólida formación cultural. Cosa insólita, Ramón no ejercía de francófono militante. Su primer libro, en la colección Los Juglares de Ediciones Júcar, trataba sobre el cantautor Georges Brassens, del que revelaba algunos detalles inconvenientes.
Ya en los ochenta, con la floración de seminarios y conferencias por todo el país, coincidimos en numerosas ocasiones. Se reveló como un magnífico conversador, que se deleitaba con las paradojas de la vida: como pianista, fue algo así como un niño prodigio; becado por su paisano, Manuel Fraga, viajó a París para ampliar sus estudios con Nadia Boulanger. Los rumores sobre cierta intimidad con el dragón franquista le hicieron un hombre sospechoso entre los círculos del PCE. Pronto comprenderían que su interés por la Unión Soviética era genuino: aprendió ruso, lo suficiente para leer y hablar un idioma que solía resistirse a los españoles.
No presumía de sus relaciones, pero de repente soltaba anécdotas sobre Mario Benedetti o Mario Vargas Llosa, colegas en Radio Francia Internacional. En algún momento, también hablaba de la pasión musiquera de dos de sus hijos, Antoine y Manu Chao. Le hacían gracia hasta los nombres de sus grupos: los Hot Pants, Chihuahuas, Los Carayos.
Se trataban de bandas más o menos punk con querencias hispanas, que pronto se colaron en los ambientes rockeros del barrio madrileño de Malasaña. Una canción, Mala vida, se convertiría en himno underground, dando nombre a locales y recopilaciones discográficas, para asombro de Ramón.
Mala vida pasaría al repertorio de Mano Negra, verdadera levadura para la concienciación del rock en Europa y América. Ramón Chao entendió que aquello era más que un capricho juvenil. Se apuntó a acompañar a los hermanos en su gira por tierras colombianas, dónde se desplazaban en tren, como cualquier circo. Con muchas precauciones: Manu prohibió el uso de drogas, para evitar disgustos con las autoridades.
El libro resultante, Mano negra en Colombia: Un tren de hielo y fuego (1992), reflejaba su paradójica posición como el adulto en la expedición y las peculiaridades de aquella tierra, donde soldados y guerrilleros declaraban una tregua implícita y podían coincidir viendo a Mano Negra en directo. Soldados eran, explicaba Ramón, los que no pudieron esquivar el servicio militar; en la guerrilla se pagaban mejores sueldos.
Cuba era asunto prioritario para Ramón. Su padre había vivido en la Isla Grande y resultaba seductor tanto lo que contaba como lo que parecía sugerir: la tierra de las míticas mulatas. Su amistad con Alejo Carpentier, entonces consejero cultural de la Embajada de Cuba en Francia, le facilitó la introducción en la zona alta de la música y la literatura del Caribe.
Solo o en compañía de Ignacio Ramonet, publicó textos beligerantes sobre Cuba y la globalización. Soportaba con resignación la onda expansiva de la cultura de la fama: en más de una ocasión, le presentaron como hermano -¡e incluso hijo!- de Manu. Tras jubilarse, se sintió liberado y se permitió caprichos simbólicos: cubrió su cuerpo de tatuajes. Bromeaba al respecto: “ya estoy más pintado que Manu. ¡Soy el verdadero hombre ilustrado!”.
Babelia
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