El caballero y el niñato
Lo que se va a ver es un thriller anímico, una intriga sin crimen a través de un duelo mental
Rotura. Ventaja. Nada. Una frase de André Agassi sobreimpresionada en la pantalla acerca de los términos del tenis y sus paralelismos con la vida misma, con el acontecer, con el triunfo y el fracaso, las expectativas y la decepción, los vaivenes mentales y sociales, abre con soberbia exactitud la película sueca Borg/McEnroe. Porque, tras esa sentencia de carácter psicológico, lo que se va a disfrutar en el relato no es exactamente la celebración retrospectiva de un partido mítico, la final de Wimbledon del año 1980, la posible quinta victoria consecutiva para Björn Borg, mente cuadriculada, brazo de martillo pilón, caballero del deporte, o la primera para John McEnroe, tenista punk, niñato respondón, sangre a borbotones saliendo de su boca y de su muñeca. Lo que se va a ver es un thriller anímico, una intriga sin crimen a través de un duelo mental.
BORG/MCENROE
Dirección: Janus Metz Pedersen.
Intérpretes: Shia LaBeouf, Sverrir Gudnason, Stellan Skarsgard, Tuva Novotny.
Género: deportivo. Suecia, 2017.
Duración: 103 minutos.
Como escribió David Foster Wallace en su extraordinario ensayo autobiográfico Deporte derivado en el corredor de los tornados, el tenis es “pura geometría”, “un ajedrez en movimiento”, una batalla mental para pensadores de carácter casi científico. Y es ahí donde entra la figura del sueco Borg; en principio, el personaje plano e insulso de aquel duelo, en comparación con el torrente de emociones que era McEnroe. Un rol que, sin embargo, en su primera obra de ficción, Janus Metz Pedersen convierte en el eje de la película, un fascinante ser humano lleno de contradicciones, un aparente bloque de hielo que esconde un controlador profesional de fuegos interiores.
Con una puesta en escena muy expresiva, el director afronta los días alrededor del torneo y de la final con continuos mensajes de forma —juegos con el sonido, encuadres de enorme elocuencia, fotografía con ligero grano y de colores contrastados—, pero manteniendo en todo momento su esencia de fondo: el combate mental, no contra el otro sino contra sí mismos, que representaron en esos días dos estilos antagónicos de jugar al tenis y de experimentar la vida. Y no solo eso. Como en la reciente Yo, Tonya, Pedersen y su guionista, Ronnie Sandahl, tienen tiempo para aproximarse a la lucha de clases sociales en un deporte de imposiciones casi aristocráticas, y más en Wimbledon, a la irrespirable presión de representantes, patrocinadores y hasta cargos federativos, e incluso para reflejar sus vidas privadas nocturnas, personificadas en la figura de Vitas Gerulaitis, al que la película refrenda como lo que siempre intuimos tras su melena y sus rizos: como un tenista de bola de discoteca.
Consciente de que el clímax debe coincidir con la final del torneo, para no cansar, Pedersen apenas muestra el tenis durante dos tercios del relato, y en esa última parte se luce con la magnífica verosimilitud física de sus actores —qué gran actor es Shia LaBeouf— y del deporte, únicamente dubitativa en las jugadas más largas y barrocas, cuando los muy meritorios efectos digitales no logran calcar del todo la velocidad de la bola. Apenas una nimiedad en una película sorprendentemente compleja y apasionante, una de las mejores aproximaciones de la ficción cinematográfica a la realidad del deporte.
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