Una comedia eficaz
Cada escena de 'Los mariachis', de Pablo Remón, es un disfrute en sí misma
Da gusto ver a cuatro actores buenos tan bien compenetrados. Israel Elejalde, en la piel de un político corrupto imputado; Luis Bermejo, su primo el que organiza las fiestas del pueblo; Emilio Tomé, hermano del anterior, labriego con ínfulas de nuevo emprendedor, arruinado por el que parecía el pelotazo de la década, el negocio de la carne de avestruz; Francisco Reyes, otro hermano, una especie de outsider rural. Los cuatro bordan estos fantásticos personajes —por los que cualquier intérprete mataría—, aunque lo que sobresale en esta comedia es el conjunto: todo fluye con soltura entre ellos. Solo por eso ya merece la pena ver Los mariachis.
Claro que para que una orquesta suene bien se necesita una buena batuta. Pablo Remón, autor y director de la obra, demuestra una vez más su capacidad para construir espectáculos perfectamente ensamblados y eficaces. Es una cualidad que se advierte en todos sus trabajos: se nota que el público goza en el patio de butacas. Por eso en pocos años se ha convertido en una de las estrellas más rutilantes del teatro español.
Los mariachis
Texto y dirección: Pablo Remón. Reparto: Luis Bermejo, Israel Elejalde, Francisco Reyes y Emilio Tomé. Escenografía: Monica Boromello. Iluminación: David Picazo. Vestuario: Ana López. Teatros del Canal. Madrid. Hasta el 27 de mayo.
Destaca sobre todo su destreza para la escritura de diálogos: ingeniosos, trepidantes, sorprendentes. Su pluma nunca falla en este sentido. En Los mariachis, cada escena es un disfrute en sí misma.
Más débil suele ser, en cambio, el desarrollo dramático de sus historias. A priori, el punto de partida en Los mariachis es muy atractivo: un político imputado por corrupción que vuelve a su pueblo para sacar al santo local en procesión y, de paso, reencontrarse con sus raíces rurales (y sus peculiares primos). Hay referencias a la actualidad política, a la burbuja inmobiliaria, a la España vacía… La obra picotea en tantos asuntos que acaba por no profundizar en ninguno. Y uno se queda con ganas de que pase algo más: de que estalle algún conflicto concreto. O al menos, de saber más sobre los personajes, especialmente sobre el corrupto. Se echa en falta ese punto de amargura que da trascendencia a la comedia.
Mención especial merece la escenografía de Monica Borromello: la casa del pueblo ocupa un espacio mínimo en el centro del escenario; a su alrededor, un gran espacio vacío, la meseta. El minúsculo mundo rural, reconcentrado en sí mismo, frente al ancho mundo exterior. El gran hallazgo estético aquí es cómo ambos mundos se funden en una sola imagen.
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