La vida es un momentito
'El tratamiento', de Pablo Remón, es un espectáculo solvente como pocos en la escena española
A los 40 años se suele haber vivido ya lo suficiente para hacer un primer balance: ¿se parece lo vivido a lo soñado? Generalmente, es difícil que ambos relatos coincidan; de ahí la crisis de los 40. Eso le pasa al protagonista de El tratamiento: un guionista de cine en la cuarentena logra rodar su primer largometraje, pero haciendo tantas concesiones que al final la película tiene poco que ver con la historia que escribió inicialmente. Tampoco su vida es como la imaginó en su primera juventud.
Pablo Remón, autor y director de esta obra, traza un hábil paralelismo entre vida y ficción para diseccionar ese momento en el que una persona se enfrenta a la posibilidad del fracaso. Guionista él mismo (en su caso, de éxito: No sé decir adiós, Casual Day, 5 metros cuadrados) y también en la cuarentena como su protagonista, resuelve esa desazón con humor y escritura liviana, quitando hierro a la angustia existencial: da igual si al final la película es buena o mala, lo importante es que es tuya. Quizá no sea más que una manera complaciente de soportar la frustración. “Al fin y al cabo, la vida es un momentito”, se dice en varios momentos de la función.
EL TRATAMIENTO
Autor y director: Pablo Remón. Intépretes: Ana Alonso, Francesco Carril, Bárbara Lennie, Francisco Reyes y Emilio Tomé. Escenografía: Monica Boromello. Iluminación: David Benito. Vestuario: Ana López. Teatro Pavón-Kamikaze, Madrid. Hasta el 8 de abril.
A Remón se le nota el callo de guionista y también la soltura que en paralelo ha ido alcanzando como dramaturgo desde que en 2012 estrenó La abducción de Luis Guzmán y, tres años después, 40 años de paz. Se echa de menos en El tratamiento la ambición temática de aquellas, aunque se disfruta con sus diálogos brillantes y divertidos, que se intercalan con naturalidad con narraciones o reflexiones de los personajes. Eso le da mucho ritmo, pero también le hace perder emoción: demasiadas cosas se cuentan, no ocurren.
El espectáculo es solvente como pocos en la escena española. No hay nada que desentone en este artefacto teatral. Los actores enamoran de manera individual y como conjunto. La escenografía, una especie de pared de garaje donde cuelgan las herramientas que los personajes van necesitando en sus vidas (una guitarra, una chaqueta, una lamparita, un sombrero…), es tan ingeniosa como evocadora. Y la dirección, afinadísima.
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