Madrid, 1949
‘Tiempo de silencio’, de Martín-Santos, me trastornó en mi adolescencia
A veces me pregunto qué me queda del bachillerato. De vez en cuando, en el periódico se tortura a los lectores invitándolos a realizar un test para que comprueben si hoy serían aptos para presentarse a la selectividad. Rehúyo la prueba. La memoria solo guarda lo que le conviene. Siempre pensé en la cultura que almacenarían los actores del teatro clásico a fuerza de memorizar textos fundamentales. Pues bien, de los que conozco, solo Carlos Hipólito posee la capacidad de guardarse para sí páginas que representó en el pasado; los otros a los que pregunté aprenden y olvidan, como si el cerebro hubiera de hacer sitio a la función siguiente.
Mi memoria es caprichosa. No embustera, pero tan atenta a lo que me interesa como descuidada con lo que no. De las aceras, recuerdo las tiendas; de las personas, las caras; de los viajes, las comidas; de las casas, los olores; de mi madre, tan lejana, el color de su voz más que lo que decía; del bachillerato, algunas lecturas que me hicieron sentir que al fin tocaba el tuétano de la literatura. Releer aquello que me impresionó hasta provocarme mareos de lucidez adolescente me ayuda a recordar quién era yo o qué deseaba. Uno de aquellos libros que me trastornaron fue Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos. Era la sensación de que sus palabras contenían una música que yo no había escuchado hasta entonces. Cuando leía: “Hay ciudades tan descabaladas, tan faltas de sustancia histórica, tan traídas y llevadas por gobernantes arbitrarios, tan caprichosamente edificadas en desiertos, tan parcamente pobladas por una continuidad aprehensible de familias, tan lejanas de un mar o de un río, tan ostentosas en el reparto de su menguada pobreza, tan favorecidas por un cielo espléndido que hace olvidar casi todos sus defectos…”, se me hacía visible el tiempo de la juventud de mis padres.
Me vuelve intacto mi asombro estudiantil, y siento la alegría de los desmemoriados cuando de pronto se acuerdan vívidamente de algo, al escuchar las palabras de acero que escribió Martín-Santos en boca de los siete actores que representan la adaptación en el Teatro de la Abadía. Con Tiempo de silencio cierran un ciclo dedicado a la memoria histórica. No creo que haya texto más adecuado para trasladar al espectador a aquel Madrid miserable en fondo y forma de 1949. En aquella ciudad de pensiones, burdeles y cafés, donde los escasos intelectuales que le habían quedado a España pasaban la vida, enlazaban una tertulia con otra, y contaban las novelas que jamás escribirían, estudió psiquiatría el autor. Ese fue el paisaje urbano que inspiró a aquel hombre brillante. Un genio, dice su hijo Luis. Un genio, ratifico, que dio de sí lo que la vida le dejó. Con 42 años se fue dejando toda una vida de novelas por delante.
Me preguntaba al escuchar Tiempo de silencio en el escenario si esa manera tan problemática con la que nos enfrentamos a la memoria histórica, si ese interés sin duda sincero y justo se traduce luego en lecturas que nos abran los ojos hacia el tiempo que no hemos vivido y que no solo pueden contarnos los libros de historia. Porque es memoria histórica lo que escribió Martín-Santos, es su particular visión de ese régimen castrense y castrante en el que se desarrolló su juventud. ¿Quieren hoy asomarse los jóvenes que leen literatura a Tiempo de silencio? ¿Está presente en los institutos? ¿Qué podríamos hacer para animar a su lectura quienes sabemos que es fundamental? Merece mucho la pena ver la función. El trabajo de los actores es poderoso y la adaptación de Rafael Sánchez hace que la literatura prevalezca, lo cual me parece poco frecuente y acertado, porque esta novela, cuyo argumento se puede contar en pocas líneas, brilla, ante todo, por ese estilo entre popular y culto, entre vanguardista y valleinclanesco con el que está escrita.
Sorprende la modernidad del autor, no porque España sea la misma sino porque el lenguaje no huele a rancio, no se deja caer por ese precipicio de la verbosidad, que es nuestro mayor pecado. Martín-Santos tendría que haber vivido muchos años. Así lo siente su hijo Luis, como hijo, pero así lo pensamos aquellos que intuimos todo lo que nos habría dado. Es el novelista que escribió estas palabras sobre una mujer, Encarna, que de la España rural se viene al Madrid chabolista y periférico: “No saber nada. No saber que la tierra es redonda. No saber que el sol está inmóvil, aunque parece que sube y baja. No saber que son tres Personas distintas. No saber lo que es la luz eléctrica. No saber por qué caen las piedras hacia la tierra. No saber leer la hora. No saber que el espermatozoide y el óvulo son dos células individuales que fusionan sus núcleos. No saber nada. No saber alternar con las personas, no saber decir: ‘Cuánto bueno por aquí’, no saber decir: ‘Buenos días tenga usted, señor doctor”.
Mientras lo escuchaba me venía intacto aquel entusiasmo juvenil. Al fin leía palabras que hacían daño. Eso debía de ser la literatura.
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