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Un ‘Manifesto’ demasiado desnudo

La portentosa videoinstalación de Julian Rosefeldt sobre los manifiestos artísticos del siglo XX languidece en la gran pantalla, pero tiene el reclamo de su actriz protagonista, Cate Blanchett

Cate Blanchett caracterizada como los 12 personajes de 'Manifesto', de Julian Rosefeldt.
Cate Blanchett caracterizada como los 12 personajes de 'Manifesto', de Julian Rosefeldt.

El Manifesto de Julian Rosefeldt, ese monstruo de escala excesiva que colmó y rebosó todas nuestras simpatías dramáticas, ha acabado atrapado en un cuerpo de mujer. La musa ha succionado al artista y su obra perfecta. La videoinstalación original era una de esas apoteosis de museo que nos animaba a interpretar la historia de las utopías artísticas con muy poco esfuerzo. Ahora, el nombre de su única intérprete, Cate Blanchett, es el fundido definitivo en un cartel de cine convencional, a pesar de sus doce rostros, doce clavos en un ataúd.

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El enfado destapa algunas cuestiones. ¿Qué cambió en la habitual precisión del artista alemán que le impulsó a perder el afecto por su obra, transformarla en algo de segunda mano? ¿No eran el dispositivo y la insolubilidad de la narración sus elementos cruciales? ¿Por qué no fue suficiente el escrutinio que recibía de sus espectadores, arrebatados por la abrumadora versatilidad de la actriz protagonista?

Manifesto (135 min.) nació como un vídeo multicanal desplegado en trece pantallas (once historias independientes más un prólogo/epílogo), un collage deliberadamente equívoco que daba una segunda vida a la literatura artística, filosófica y política de cincuenta autores visionarios del siglo pasado. La pieza es puro cine expandido, lo que implica que la obra interrumpe la ilusión de continuidad en la circulación de las imágenes y que el espectador decide a su gusto cómo quiere verlas/editarlas, moverse o no entre ellas, permanecer sentado o de pie, incluso contemplarlas simultáneamente. En Manifesto, Cate Blanchett encarna 12 personajes proféticos que arrastran sus pequeñas vidas mientras recitan, furiosos o resignados, fragmentos de los manifiestos y proclamas de Marx y Engels, Tristan Tzara, Guy Debord, Dziga Vertov, Marinetti, Paul Elouard, Louis Aragon, Francis Picabia o el colectivo danés Dogma.

Para su estreno en Sundance, en 2017, su autor decidió reformatear la obra y adelgazarla para la gran pantalla. Prescindió de los coros finales, de la cacofonía. Quebró cada historia y encuadernó las secuencias en una narración lineal que le sirvió para activar el mecanismo de la celebridad en el santuario del cine, el gran espectáculo de masas. Transformó un montaje específico y único en algo trivial. Abandonó la utopía (“the medium is the content”!), la locura.

Quien haya tenido la suerte de ver la versión tridimensional -en el Australian Centre for the Moving Image de Sydney (2015), el Hamburger Bahnhof de Berlín y el Armory de Nueva York (2016) y ahora se decida por un visionado de poltrona, probablemente tendrá una sensación de pérdida, parecida a la de haber nadado entre delfines y acabar chapoteando dentro de un barril.

Es habitual ver en los museos este tipo de videoinstalaciones, impactantes, costosas. Pero son escasas las que consiguen retener al espectador más de un minuto. Manifesto es una de ellas. Para los que todavía tengan el gusanillo de verla como auténtico artefacto escenográfico, se anuncian nuevas presentaciones: en la National Gallery de Budapest, el MAC de Montreal, la Hauser & Wirth de Los Ángeles y el Museo de Arte de Jerusalem. En España, sólo en cines.

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