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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Javier Aller, la humanidad insobornable

El cineasta Daniel Monzón fue amigo del actor fallecido este jueves y lo dirigió en 'El robo más grande jamás contado'

El actor Javier Aller.Vídeo: epv

Javier —fallecido a los 46 años— era un hombre profundamente sensible. Enamorado del heavy metal y fan incombustible de los míticos Mägo de Oz, bajo su esforzada apariencia de hombre duro escondía un corazón de oro. Era muy divertido y ocurrente, de mirada vivaz e ingenio afilado, comprometido con toda causa que consideraba justa e implacable defensor de los animales, especialmente de los perros, a los que, como Diógenes de Sinope o Lord Byron, consideraba bastante más de fiar que muchos seres humanos.

Fue Javier Fesser quien se fijó en él para el cine. Literalmente se lo cruzó por la calle y le preguntó si querría formar parte del reparto de El milagro de P. Tinto en el papel estelar -nunca mejor dicho- del Marcianito José Ramón. A pesar de las reticencias iniciales del bueno de Aller que, como he mencionado, tendía de arranque a desconfiar de cualquier desconocido que no caminara a cuatro patas, el feliz encuentro desembocó en el primer largometraje de ambos, hoy ya un precioso e inolvidable trocito de historia del cine español.

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A raíz de tan deslumbrante debut, vinieron sus papeles para El corazón del guerrero y El robo más grande jamás contado, donde tuve el placer de trabajar con él, de reír con él y de disfrutar de su insobornable humanidad. Era un hombre entregado hasta la médula a lo que hacía, daba igual si tenía que arrastrarse por una cloaca del subsuelo de Madrid infestada de ratas o colgar en vilo durante horas de un cable a pesar de su vértigo galopante. Lo daba todo por la película.

Me viene ahora a la memoria el festivo rodaje de El robo más grande jamás contado, en el que nos veíamos obligados a cortar una y otra vez las tomas por las carcajadas incontenibles de todo el equipo, empezando por las de Antonio Resines, a quien se le saltaban las lágrimas de la risa cada vez que Javier abría la boca. Su enorme naturalidad y su desbordante capacidad de disfrutar de lo que hacía lo convierten para mí en alguien inolvidable. Un abrazo, querido amigo, y mil gracias por haberte fiado de un bípedo como yo.

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