“Escribo para no perder el contacto con la realidad”
Amélie Nothomb firma una deliciosamente bizarra versión del clásico de Charles Perrault 'Riquete el del Copete'
Cuando era niña, su madre le contaba cuentos, que eran casi siempre los cuentos macabros de Charles Perrault, y ella pasaba miedo. Luego, cuando pudo leerlos por sí misma, "debía tener 13 años", dice, lo que sintió fue indignación. "¿Por qué eran tan estúpidas las mujeres de Barbazul? ¿Por qué tenía la Bella que quedarse con un príncipe encantador si ella se había enamorado de una Bestia? ¿Qué demonios era todo eso?", se preguntó entonces. Se diría que ya por aquella época, Amélie Nothomb (Kobe, 1967), quiso reinterpretar cuentos de hadas. Y lo ha hecho, por el momento, en tres ocasiones. De la primera —Barba Azul— hace cuatro años. La segunda, Riquete el del Copete (Anagrama), acaba de llegar a librerías. Y la tercera, una versión "belga", especifica, de La Bella Durmiente, "nunca lo hará", dice, porque es "demasiado terrible".
En su papel de Amélie Nothomb, vestida de negro —para evitar "tener que pensar en lavadoras que no sean lavadoras de oscuro" —, con un estrambótico sombrero —también negro—, y la aparente despreocupación de una niña que hubiera crecido más de la cuenta, la escritora confiesa haber terminado, hace no demasiado, su novela número 92 —de las que sólo ha publicado 26—, y seguir fiel al ritual que la obliga cada día a levantarse a las cuatro de la madrugada, prepararse un litro de té, sentarse ante su puñado de hojas en blanco y escribir, con un bolígrafo Bic, durante cuatro horas. "Todo en mi vida son rituales. Y también en la de mis lectores, en lo que a mí respecta. Desde 1992, cada 1 de septiembre hay una nueva novela de Amélie Nothomb en librerías", dice.
Si no escribiera, asegura, "perdería el contacto con la realidad". En cierto sentido, el hecho de haber nacido en Japón, y haberse criado entre Japón, China y París, siendo, en última instancia, belga, la convirtió en una niña sin un suelo que pisar, sin arraigo físico, por lo que tuvo que buscarse un arraigo mental. "El lenguaje ha sido lo único que se ha mantenido ahí desde el principio, lo único estable en mi vida. El sentimiento de irrealidad era constante cuando era niña. Lo perdía todo constantemente. Todo menos las palabras. Las historias", apunta. Sí, hubo un 'big bang' en su vida como escritora. "Había intentado escribir, pero jamás había creído que pudiese llegar a ser escritora, porque los escritores eran tipos muy serios". Pero entonces leyó a Rilke y todo cambió.
"Leí Cartas a un joven poeta y me hizo plantearme el acto de escribir de manera radicalmente opuesta a lo que creía. Dice Rilke que el acto de escribir es legítimo únicamente cuando es a vida o muerte. Y leer aquello fue como asistir a una revolución. Porque yo tenía 17 años y estaba atravesando el peor momento de mi vida. Y pensé que para mí sí era cuestión de vida o muerte, así que no podía ser otra cosa que escritora", relata. No publica todo lo que escribe porque si lo hiciera, dice, se volvería loca, de la misma manera que se lo volvería si no publicara nada en absoluto. "Publicar una novela al año me da el grado de integración con la realidad que necesito", confiesa.
De su versión, deliciosamente bizarra y encantadora de Riquete el del Copete, la historia de un príncipe feo aunque inteligente, con el don de hacer inteligente a aquella de la que se enamore, dice que si hizo a Deódat - Riquete - amante de los pájaros es porque ella también lo es. Ama su libertad, por más que ésta sea angustiosa, y sueña, literalmente, con volar, y hasta ha probado el parapente. Lo recomienda. Deódat, ornitólogo, se enamora de Trémière, una modelo, hermosa pero silenciosa, que ha crecido con su abuela —"las abuelas son seres sobrenaturales", dice Amélie, "lo más parecido a las hadas de los cuentos que existe en el mundo de hoy"—, que amaba, obsesivamente, las joyas. Y esa pasión la mantenía viva.
Habla, Amélie, de la infancia, como "milagro", en tanto que "todo es soportable, incluso la muerte, cuando eres un niño". "No digo que sea la edad más feliz, sino aquella en la que eres más fuerte", añade. También dice que la escritura la mantiene en contacto con su yo niña, y que por eso tampoco podría vivir sin ella. "Cuando escribo recupero las condiciones de la infancia, esa sensación de que estás inventándolo todo en todo momento, porque el niño, cuando juega, es el amo del mundo. A menudo me han ofrecido puestos que eran puestos de poder y a todos he dicho que no porque el único poder que me interesa es el que tengo cuando escribo", asegura. Y, a continuación, rinde tributo al diferente, porque eso es, en resumidas cuentas, su versión de Riquete el del Copete, "una oda a la diferencia y al aplomo", es decir, a cómo soportamos esa diferencia.
"Hoy en día vivimos en una sociedad tremendamente hipócrita, que dice que acepta al diferente, pero que lo critica más que nunca", considera. Como se critica la belleza, que hasta cierto punto es una condena tan grande como la fealdad. "Lo mejor, en este mundo, es ser ordinario, alguien del montón". ¿Y qué hay del amor? "No podía haber escrito esta novela si no hubiera leído antes las 137 novelas que forman parte de La Comedia Humana de Balzac, y hubiera descubierto que sólo el 6% de ellas cuentan una historia de amor con final feliz. ¿Qué tiene la alta literatura contra el final feliz?", se pregunta. "Amar es peligroso", dice, "y amar lo monstruoso, sin que eso cambie ni vaya a cambiar nunca, es la verdadera metáfora del amor".
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