Sant Jordi sale invicto del torneo con el ‘procés’
El carácter literario de la fiesta se impone al político, traducido en el papel del amarillo y en los ensayos sobre la consulta ilegal
A Sant Jordi apenas le puede la lluvia. Sin duda, ni se inmuta si cae en fin de semana o en plena Semana Santa o es el mismo día de un duelo futbolístico Barça-Real Madrid, como ha ocurrido estos últimos años. Y, por descontado, la política tampoco: el procés no perturbó ni un ápice la diada del libro en Cataluña, que volvió a mostrar un vigoroso e insobornable sentimiento de fiesta cívica que inundó —especialmente a partir de media tarde— las calles de toda Cataluña y, especialmente, de Barcelona. No hubo manifestaciones políticas ni altercados. Sant Jordi le pudo al procés. Lo resumió bien Juan José Millás a media mañana, entre firma y firma de su libro: “Cualquiera se atreve a tocar Sant Jordi; me fascina esa capacidad híbrida entre laboral y festivo; irrepetible”.
Los más vendidos en la jornada
Ficción en castellano. Las hijas del capitán, de María Dueñas (publicado por Planeta); Patria, de Fernando Aramburu (Tusquets); La mujer en la ventana, de A. J. Finn (Grijalbo) y Fuimos canciones, de Elisabet Benavent (Suma de Letras).
Ficción en catalán. La força d'un destí, de Martí Gironell (Columna); Jo soc aquell que va matar Franco, de Joan-Lluís Lluís (Proa); La dona a la finestra, A. J. Finn (Rosa dels Vents). Quan érem els peripatètics, de Héctor Lozano (Columna).
No ficción en castellano. Las almas de Brandon, de César Brandon (Espasa Libros); Piel de letra, de Laura Escanes (Aguilar); España quedó atrás, de Ramón Cotarelo (Now Books).
No ficción en catalán. Operació Umes, de Xavier Tedó y Laia Vicens (Columna Edicions); Bon dia, són les vuit!, de Antoni Bassas (Ediciones Destino); Dies que duraran anys, de Jordi Borràs (Ara Llibres).
Si alguna huella dejó lo político en el ambiente fue, sorprendiendo a los más veteranos del sector, en los títulos de no-ficción más vendidos, que estuvieron dominados por los que recogían aspectos del procés, entre ellos una crónica fotográfica del referéndum ilegal del 1 de octubre (Dies que duraran anys, de Jordi Borràs) o de sus preparativos (Operació Urnes, de los periodistas Laia Vicens y Xavi Tedó, que se acabó convirtiendo en el más vendido en no ficción). Pero, según la presidenta del Gremio de Libreros de Cataluña, Maria Carme Ferré, “la mayoría de los que se llevaban estos libros también incorporaban novelas”.
Sea por eso o por las notables ventas que ya se registraron el fin de semana (en el que excepcionalmente abrieron las librerías el domingo), el gremio calcula que, al menos, se habrán igualado los 21,8 millones de euros de 2017 (que significó un incremento de un 4% con relación al ejercicio precedente).
A la facturación no fue ajena, un año más, la masiva y diversa afluencia de autores, al menos unos 300 de toda condición, en un amplio abanico que oscilaba desde Almudena Grandes, Javier Marías, Enrique Vila-Matas, Eduardo Mendoza, Fernando Aramburu, Joan-Lluís Lluís, Mary Beard y María Dueñas a Laura Escanes o Raquel Córcoles.
“Nunca imaginé algo así; acostumbrada a la relación on line, un contacto tan físico como éste es emotivo”, decía sorprendida la gran historiadora Beard, emocionada también porque muchos lectores le pedían la dedicatoria para sus profesores... de latín. “Aún hay esperanza”, clamaba la autora de SPQR y de Mujeres y poder.
“Es parejo a lo que ocurre en Argentina; también detecto la fascinación de quien ve a alguien muy televisivo, ese indefinible espasmo de felicidad que les genera”, decía con un pausado hilo de voz César Aira, que debutaba en la cita de Sant Jordi.
También dejó cierta impronta lo político en el cromatismo de la fiesta. Así, el amarillo se hizo más presente que otros años. Los puestos que tradicionalmente mantienen las entidades ANC y Òmnium Cultural estaban a rebosar de ese color. En el primero, a los famosos lazos amarillos se añadió un variopinto merchandising en el que triunfó sobremanera un fular (5 euros). En ése y en el de Òminum predominaban las rosas amarillas; esta última entidad promovió su compra como homenaje a los políticos encarcelados, flores que luego se depositaban en un mural en plena plaza de Cataluña.
El gremio de floristas calculó que ayer se vendieron unas 700.000 rosas de ese color (un 10% del total, cuando otros años apenas alcanzaban el 3%, quizá por su inmerecida fama de pigmentación de mala suerte, a pesar de ser el color preferido de Gabriel García Márquez). La opción de la ciudadanía fue hacer un doblete: incorporó la amarilla a la tradicional roja. A media mañana, los vendedores, ante la tendencia, ya ofrecían packs: una rosa roja, más otra amarilla, más una reproducción en miniatura de una urna de las utilizadas en la consulta de octubre se vendían por 18 euros, 2,5 de los cuales se destinaban a Òmnium.
No parecía, sin embargo, que la política iba a estar tan alejada a principios de la mañana, cuando la alcaldesa Ada Colau, en su discurso de bienvenida a las cerca de 500 personas entre escritores y gente del sector del libro que se acercaron al desayuno que el Consistorio ofrecía este año por vez primera en el Palacio de La Virreina, aseguró: “Este Sant Jordi no es normal, con la Generalitat intervenida por el artículo 155... Pero aquí todos, y todos los colores, sois bienvenidos, aquí no se prohíbe ninguno”, aseguró en referencia a los incidentes previos a la final de la Copa del Rey del pasado sábado, cuando la Policía confiscó toda indumentaria de ese color a los aficionados azulgrana.
Amén de algunas declaraciones de políticos, no hubo mucha más señal de interferencia, aparte de la tan provocadora como imaginativa presencia de Albert Boadella, presidente de la imaginada Tabarnia, que firmó ejemplares de su libro desde un catamarán a los pies del monumento a Colón, ingeniosa salida para temas de seguridad. La naturalidad con la que se desarrolló la jornada incluso sorprendió a algunos de los 19 corresponsales de prestigiosos medios extranjeros de una decena de países que fueron invitados por la Generalitat a vivir en directo una diada de Sant Jordi. “Siempre vengo a Barcelona para cubrir manifestaciones de convencidos de un signo o de otro, y por una vez veo que hay escritores y libros que reflejan un estado u otro con bastante convivencia; están divididos, pero se llevan bien. Parece, ¿no?”, comentaba la corresponsal de Le Monde en España, Sandrine Morel.
‘Pasarelas’ peatonales
Si el desayuno multitudinario municipal fue una de las grandes novedades cívicas, la otra fue la decisión, por vez primera, de crear pasarelas peatonales entre dos de las grandes vías librescas de la jornada, el paseo de Gràcia y la Rambla de Catalunya, cortando el tráfico rodado transversalmente. Si bien los organizadores admiten la necesidad de “darles más vida con más puestos”, la iniciativa surtió efecto, pues las aglomeraciones no parecían las de las últimas ediciones. También la facturación en los tenderetes iba ligeramente por debajo, fenómenos ambos que se incrementaron tras el final de la jornada laboral y escolar. “Está mejor porque la gente puede ver los libros con más calma y sin apretujones. Aunque haría falta un poco más de animación”, explicaba el responsable de una caseta de la editorial Periscopi, instalada en esa nueva área. Si Consell de Cent estaba tranquilo, el triángulo formado por Diagonal, Rambla de Catalunya y Córsega todavía estaba más despejado.
Por lo demás, Sant Jordi fue también un reflejo de los tiempos socioliterarios: los escritores encajan ya sin rechistar el inevitable autorretrato; ahora temen más, como decía Vila-Matas, que firmaba su recopilación de artículos Impón tu suerte (Círculo de Tiza), “que te vengan con sus libros autopublicados para que se los leas o comentes”. O que antes de mirar la dedicatoria en el papel, corroboren que la imagen del móvil no haya salido movida.
Perdón de chichinabo
Confesaba Vila-Matas a su también escéptico compañero de firma César Aira la visita de un lector que le había regalado una fotografía de él con el resto de su clase del curso 1955-1956, inquietamente todos numerados. “¿Cuál eres?”, le inquirió el argentino: “El 37; él era el 23, pero nos nos habíamos dicho nunca nada hasta ahora”.
“¡Hola superjuez! ¡Qué has sido el mejor juez de España!”, le espetó, en cambio, un joven seguidor a Baltasar Garzón antes de que le estampara la firma en su libro, informa Blanca Cia. “Una hora y ya tengo la mano cansada”, se quejaba el magistrado, muy crítico con la judicialización del procés. “Asistimos a la politización de la justicia: me parece muy peligroso forzar la norma y ver rebelión donde no la hay; esto debería juzgarse en Cataluña, que es donde se produjeron los hechos y no en el Supremo”.
Garzón no sufrió la presión que vivieron el exconsejero Santi Vila y el diputado Joan Coscubiela, que el azar de las firmas convirtieron en particulares escoltas de Fernando Aramburu. “Deja algo para los demás”, bromeó el segundo ante las colas que se formaban ante el autor guipuzcoano quien, por segundo Sant Jordi consecutivo, firmó un sinfín de ejemplares de su Patria por segunda diada consecutiva. a la par, se esforzaba por dar argumentos de compra de su última obra, Autorretrato sin mí. “No es una novela, pero, está escrito con el corazón”, exponía. No le importaba en demasía que María Dueñas, una de las triunfadoras de la jornada con su Las hijas del capitán, no fuera siempre reconocida en su traslado de una caseta de firma a otra, informa José Ángel Montañés. “Casi lo prefiero: quiero que valoren mis historias y el trabajo que hay detrás”.
El anonimato no era el caso ni de Martí Gironell (su La força d'un destí, la novela más vendida en catalán, que avanzó que tendrá versión en inglés) ni de Almudena Grandes, a la que en más de una ocasión tuvo que firmar de una sola tacada para un lector las cuatro voluminosas entregas de sus particulares episodios nacionales del siglo XX. Afable como siempre, la autora cambiaba incluso de pluma según el grosor y calidad de papel de las ediciones de sus libros a firmar. “Si no, les dejo unas guardas hechas un desastre”, puntualizaba respetuosa.
Curiosamente, la autora utilizaba una pluma idéntica a la de Javier Marías, tan generoso en sus dedicatorias para Berta Isla (No menos de tres o cuatro líneas, siempre con adjetivos distintos) como elegante en su porte: impoluta siempre su parte de la mesa, pitillera metálica y bello y minúsculo cenicero portátil de metal dorado mate. “Se ha puesto complicado esto de fumar en este país”, decía poco antes de asegurar: “El tipo de encuentro de aquí entre lectores, libros y escritores no tienen comparación con otras ciudades”. Ayer volvió a demostrarse.
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