Sergio Ramírez dedica su Premio Cervantes a “los nicaragüenses asesinados estos días por reclamar justicia”
El autor de ‘Castigo divino’ reivindica el mestizaje cultural en un discurso en el que homenajea a su paisano Rubén Darío, fundador del español literario moderno
“Escribo entre cuatro paredes, pero con las ventanas abiertas”, dijo ayer Sergio Ramírez en Alcalá de Henares en su discurso de recepción del Premio Cervantes. Por esas ventanas se ha colado estos días la sangrienta represión de los que protestan en Nicaragua contra la reforma de la Seguridad Social decretada —y luego derogada— por el Gobierno de Daniel Ortega. Los modos dictatoriales de sus excompañeros sandinistas —Ramírez fue vicepresidente de su país hasta 1990— llevaron al premiado a saltarse el protocolo literario en un acto presidido por los Reyes y al que también acudieron el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, y la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, que volvían a aparecer juntos en público en medio de la polémica en torno al máster imaginario de la mandataria madrileña.
Con un lazo negro en la solapa, Ramírez subió al púlpito del Paraninfo de la Universidad de Alcalá, abrió una carpeta celeste y dijo: “Permítanme dedicar este premio a la memoria de los nicaragüenses que en los últimos días han sido asesinados en las calles por reclamar justicia y democracia, y a los miles de jóvenes que siguen luchando sin más armas que sus ideales porque Nicaragua vuelva a ser república”. Enseguida lo explicaría en su discurso: “Como novelista no puedo ignorar la anormalidad constante de las ocurrencias de la realidad en que vivo”. “Cerrar los ojos es traicionar el oficio”, dijo para reivindicar el protagonismo que su literatura reserva a los ignorados por la historia, aquellos que caminan “hacia las fauces que los engullen”, víctimas de un poder que “no lleva en su naturaleza ni la compasión ni la justicia y se impone por tanto con desmesura, cinismo y crueldad”.
Sin perder de vista “la realidad”, el núcleo de las palabras del autor de Castigo divino fue, sin embargo, un canto al vínculo transatlántico del español y al mestizaje sobre el que se construye su país, fundado no por un general sino por un poeta: Rubén Darío. El mismo papel fundacional que jugaron los ejemplares del Quijote llegados a Portobelo en 1605 lo jugaron los de Azul, el poemario de Darío, llegado a Madrid en 1888 para poner patas arriba la lengua castellana. Quedaba inaugurada la modernidad.
Como novelista no puedo ignorar la anormalidad constante de las ocurrencias de la realidad en que vivo, tan desconcertantes y tornadizas, y no pocas veces tan trágicas pero siempre seductoras
Lazo entre lenguas
Si Darío se autorretrató como un descendiente de encomenderos españoles, esclavos africanos y “soberbios” indios, su paisano recordó que él nació, en 1942, en el “pequeño pueblo cafetalero” de Masatepe —Mazartl-tepetl, tierra de venados, en lengua náhuatl— y que su escritura no es más que un lazo entre las lenguas indígenas, la oralidad campesina y las letras áureas que le enseñó su madre, profesora de Literatura. Fue ella quien puso el primer Quijote en manos de su hijo. Rodeado por su esposa, Tulita, sus tres hijos con sus parejas y sus ocho nietos, el autor de Margarita, está linda la mar rindió homenaje a su familia, a sus maestros y a sus amigos. “Siento que soy la síntesis de mis dos abuelos, el músico y el ebanista”, subrayó antes de recordar a Sergio Pitol, Carlos Fuentes, García Márquez, Cortázar y Vargas Llosa.
Sergio Ramírez abrió su discurso invocando los nombres de paisanos suyos como Carlos Martínez Rivas, Ernesto Cardenal, Claribel Alegría y Gioconda Belli —poetas enormes de un país donde “todos somos poetas de nacimiento”— y lo cerró agradeciendo su trabajo de años a Pilar Reyes, su editora en Alfaguara, a Antonia Kerrigan, su agente, y a Juan Cruz, periodista de EL PAÍS, “que supo armarme de nuevo con las armas de la literatura cuando regresaba de otras lides con la lanza quebrada”. Un guiño al editor que en los años noventa lo rescató para la escritura cuando el fervor revolucionario se convirtió en desencanto político.
A través de los siglos la historia se ha escrito siempre en contra de alguien o a favor de alguien. La novela, en cambio, no toma partido, o si lo hace, arruina su cometido
“A través de los siglos, la historia se ha escrito siempre en contra de alguien o a favor de alguien. La novela, en cambio, no toma partido, o si lo hace, arruina su cometido”, había dicho el galardonado poco antes. “Una novela es una conspiración permanente contra las verdades absolutas”. Consagrado para siempre a la literatura, Sergio Ramírez se asomó ayer a la realidad para denunciar la represión en Nicaragua —el Rey y el ministro de Cultura hablaron de “horas difíciles”— pero no se olvidó del exilio de miles de centroamericanos empujados hacia Estados Unidos “por la marginación y la miseria”. Tampoco de las “fosas clandestinas que se siguen abriendo, los basureros convertidos en cementerios”. El cielo estuvo gris toda la mañana.
Baltazar en el Paraninfo
La vida pública de Sergio Ramírez es un viaje entre dos Paraninfos: el de la Universidad de León, en Nicaragua, y el de la Universidad de Alcalá de Henares. Si en este último recibió ayer el galardón más importante de las letras en español, en aquel se reunió el 18 de julio de 1979 la Junta de Gobierno de la victoriosa revolución sandinista, de la que él era parte fundamental. Horas más tarde marcharían sobre Managua para certificar la derrota final de la dictadura de Somoza. Atrás quedaban los años de clandestinidad en los que el futuro premio Cervantes se hacía llamar con un nombre en clave sacado del Cuarteto de Alejandría de su querido Lawrence Durrell: Baltazar.
"El Paraninfo, con sus ventanales de cristal y su balcón de hierro forjado, estaba desde siempre en mi vida", escribe Ramírez en Adiós muchachos, sus memorias políticas. De allí habían salido en manifestación los estudiantes —él tenía 17 años— que una tarde de 1959 fueron reprimidos a sangre y fuego por la Guardia Nacional somocista; allí se habían encerrado luego en protesta contra la dictadura; allí había recibido, acompañado por su madre, su título de abogado vistiendo una toga alquilada en 1964 y allí dictaba un curso sobre el boom de la novela latinoamericana cuando en octubre de 1967 "subió desde la calle la noticia de la muerte del Che en Bolivia". Al evocar el remoto verano del triunfo sandinista Sergio Ramírez recuerda que en aquellos días "todo era fiesta entre el duelo". A la euforia del triunfo se le sobreponía el recuerdo de los que no llegaron a vivirlo. Salvando todas las distancias, y sin mirar a Cristina Cifuentes, ayer el ambiente en Alcalá era un poco el mismo: preocupación por Nicaragua, alegría por el premio a un nicaragüense.
Babelia
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