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Crítica | Isla de perros
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Japón como fetiche

Esta historia que mezcla el relato distópico con la aventura de iniciación vuelve a dejar claro que Anderson sigue siendo igual a sí mismo

Imagen de 'Isla de perros'.
Imagen de 'Isla de perros'.

ISLA DE PERROS

Dirección: Wes Anderson.

Animación.

Género: ciencia-ficción. Estados Unidos, 2018.

Duración: 101 minutos.

Cada plano de Isla de perros está diseñado con el gusto por el detalle, el cuidado en la composición y la exigencia en el equilibrio de una bandeja de bento. Cada corte de su montaje está ejecutado con precisión de un itamae-san preparando una impecable ración de sushi. Y al propio Wes Anderson no deben de escapársele esas metáforas, porque, en un momento de su película, las hace explícitas en una secuencia donde la preparación de un suculento plato se convierte en síntesis de las virtudes plásticas y dinámicas de una película que logra canalizar su acusado sentido del artificio en una caligrafía visual que apuesta por la síntesis y la esencialidad y nunca sucumbe a la tentación del desbordamiento barroco. Cuando estrenó Fantástico Sr. Fox (2009), varias fueron las voces que coincidieron en señalar que la animación se revelaba un lenguaje natural para un fetichista de la estilización como él. Ahora, Isla de perros demuestra que la cultura japonesa era un destino natural para su sensibilidad: un espacio arcádico para un miniaturista empeñado en que ningún elemento de su microcosmos, ni siquiera el más trivial, esté despojado de belleza.

Esta historia que mezcla el relato distópico con la aventura de iniciación vuelve a dejar claro que, con cada nueva película, Anderson sigue siendo igual a sí mismo, al tiempo que revela nuevas facetas de su identidad. Aquí lo inesperado es el universo referencial, que toma como punto de partida la línea noir de la filmografía de Kurosawa –El infierno del odio (1963) y El ángel ebrio (1948)-, añadiendo claros ecos de Los siete samuráis (1954) en la configuración de la patrulla canina que ayudará al héroe humano del relato. Los perros, por cierto, son pura poética del desamparo andersoniano: cuatro canes de raza condenados al exilio y la exclusión –es decir, cuatro pijos desclasados- que encontrarán en un expeditivo chucho callejero a su maestro de vida y supervivencia.

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