Los años del destape literario
Tras años en los que en España el pudor y el catolicismo confinaban los secretos al confesionario, emerge una generación de escritores que no entiende otra literatura que no sea la literatura del yo
Hace unos meses releí con mis alumnos de la Universidad de Iowa la magnífica novela Señora de rojo sobre fondo gris, de Miguel Delibes. Y no me emocionó tanto como la primera vez que la leí, cuando se publicó en 1991. En esta relectura me sobró el pudor con que Delibes oscurece la naturaleza autobiográfica de los hechos que allí se narraban escondiéndose tras el personaje de un pintor. Delibes se negó a decir “soy yo, y esto que narro es lo que creo que pasó”. No lo hizo por pudor, tal vez un pudor de posguerra. No me molestó ese pudor en 1991; pero en este 2018, sí. El pudor se había hecho viejo, pensé. Es allí donde el pudor es una carga, en el momento en que puede erosionar la fuerza artística de una obra. Tampoco le sirvió de nada ese subterfugio a Delibes, pues todos los lectores leyeron la novela como un libro de duelo, y de carácter autobiográfico. Imagino que desde 1991 hasta este presente España ha ido perdiendo muchos e innecesarios pudores, y el primero que se perdió es el político, cuando España recobró la democracia. El pudor es inevitable en países sin libertades. Pero en países democráticos y occidentales, el pudor ocurre más en la mente de los escritores que en la de los lectores. Los libros del noruego Karl Ove Knausgård, que ha golpeado con fuerza la literatura europea, manifiestan una llamativa falta de pudor a la hora de exponer la vida personal a los ojos del público. Patrimonio, de Philip Roth, mostraba de manera impudorosa la enfermedad del padre del escritor, un hombre de 86 años con un tumor cerebral irreversible. Roth añadió a Patrimonio el subtítulo de Una historia verdadera. No era un añadido superfluo. Se suele decir que a la literatura y al lector les traen sin cuidado que lo que se narra en una novela sea verdad o no, pero yo creo que sí que importa. Porque el temblor de la confesión sigue conservando ese lujo ancestral de la verdad, o del teatro de la verdad. La verdad y el dolor acaban siendo lo mismo en las narraciones impúdicas. El año del pensamiento mágico, de Joan Didion, era un estudio del dolor que ampliaba lo que ya leímos en el magistral Una pena en observación, de C. S. Lewis, libro que tuvo gran éxito editorial en España. Tal vez este deseo de verdad fuese una de las últimas exploraciones que la literatura ofrecía a los escritores: la aventura de narrar la propia vida, y hacerlo desde ese lugar complejo al que podríamos llamar el sentimiento de lo que tuvo lugar, algo que conserva una iluminación especial y que los lectores detectan.
El pudor es una construcción del catolicismo que se asienta en la pérdida de prestigio social
El nombre que la crítica viene usando para este tipo de libros es autoficción, nombre que a mí no me convence, porque contiene un carácter lúdico y fantasioso que no casa con los libros que vengo citando. La autoficción no incluye entre sus objetivos la autenticidad y la veracidad. La autoficción no tiene problemas con el pudor, porque se sigue basando en lo imaginario. Tal vez los tiempos que vivimos inclinan la literatura actual hacia un reclamo de los espacios autobiográficos. En la literatura española no son pocos los libros últimos que buscan la narración confesional, privada, la exposición de la vida tal como la afronta un ser humano que no tiene otra aspiración que la de resolver su existencia. Un libro inaugural en la doma del pudor fue Coto vedado (1985), de Juan Goytisolo. Esa doma del pudor es posible porque las sociedades occidentales avanzan en la conquista de las libertades. Así escritores españoles de mediana edad ya no necesitan parapetarse en ninguna estrategia literaria de oscurecimiento, como hizo Delibes cuando narró la muerte de su esposa, y se atreven a narrar la propia vida, como ocurre en los últimos libros de Antonio Muñoz Molina, Marta Sanz, Luisgé Martín, y también en Vicente Molina Foix, o en un escritor más joven como Carlos Pardo. En los libros de los escritores citados lo autobiográfico se convierte en una escritura natural. Tal vez estemos viviendo un nuevo naturalismo. No un naturalismo épico, al modo del siglo XIX, sino íntimo, y sobre todo, mesocrático.
El pudor en la literatura española, en mi opinión, es una herencia de la larga noche del franquismo y del catolicismo. Esa noche moral también se desvanece en los libros de escritores españoles que han escrito sobre su propia familia. El franquismo se cerró con una película convulsa y perturbadora como El desencanto (1976), de Jaime Chávarri, donde la familia y la figura del padre, el poeta franquista Leopoldo Panero, eran masacradas. Esa película recordaba al poema La familia, de Luis Cernuda. La democracia iba a cambiar drásticamente la imagen del padre. Del padre kafkiano de la cinta de Chávarri se ha pasado al padre amado y deseado en muchas novelas recientes. Estoy pensando en Tiempo de vida, de Marcos Giralt; en El balcón en invierno, de Luis Landero; en Con mi madre, de Soledad Puértolas; en El mundo, de Juan José Millás; en La isla del padre, de Fernando Marías; en la reciente Autobiografía sin mí, de Fernando Aramburu; en El olvido que seremos, del narrador colombiano Héctor Abad, o incluso en un libro de poemas como Crónica natural, de Andrés Barba, o en Honrarás a tu padre y a tu madre, de Cristina Fallarás. Desde el amor es posible entender al padre, ese sería el común denominador de los libros citados, o a la madre, en el caso de Soledad Puértolas. Hay algo interesante en la literatura: decir padre es decir madre y decir madre es decir padre. La paternidad contiene a la maternidad, y la maternidad a la paternidad. Puede que la literatura autobiográfica haya superado un conflicto en que la sociedad civil anda enfrascada. Los novelistas españoles querían comprender, entender, saber, no condenar ni juzgar de manera sumarísima como ocurría en la película El desencanto o en el poema de Luis Cernuda. Este cambio moral me parece importante, y me parece civilizador, abre un espacio social y literario muy interesante, en tanto en cuanto hay un deseo de conocimiento, y cuando eso ocurre la literatura da un paso al frente. La narrativa española se acercaba y se acerca sin pudor a los padres reales de los escritores. Lo que me parece interesante es que son los padres de los escritores los protagonistas de la novela, no el hijo que habla del padre. Es como una especie de inversión del punto de vista de la kafkiana Carta al padre, donde el padre, como ocurre con El desencanto, era despreciado, y ni siquiera se narraba su vida. Se narraba la vida de los hijos. El cambio ha sido prodigioso. Lo que la literatura española reciente viene a decir es que es más revolucionario, más cool y más interesante amar a tu padre y a tu madre que odiarlos.
Los escritores muestran su amor a sus padres ya sin tapujos y tienen una obsesiva curiosidad por su vida
Los escritores españoles muestran el amor a sus progenitores ya sin pudor y tienen una obsesiva curiosidad por la vida de sus padres. Es más interesante narrar la vida de tu padre que la tuya. Y también cabe recordar aquí el amor a los hijos desaparecidos, como ocurre en La hora violeta, de Sergio del Molino, o en un libro de poemas como Joana de Joan Margarit, que nos hacen recordar Mortal y rosa, el libro que Francisco Umbral dedicó a la muerte de su hijo. Porque el pudor a la hora de expresar sentimientos se alimenta de inhibiciones morales más propias del subdesarrollo que de la modernidad. El pudor es una construcción del catolicismo español. Ese pudor se asienta en la idea de la pérdida del prestigio social, que es un valor de rancio abolengo burgués que alcanza tanto a la derecha como a la izquierda políticas. La Transición y la consolidación de la democracia española ha ido minando esa idea de prestigio y los escritores españoles no solo no han tenido ningún problema a la hora de recordar la procedencia humilde de sus familias, sino que se han sentido orgullosos de esa procedencia porque coincide con la de millones de españoles. Eso se observa muy bien en El balcón en invierno, de Landero, y en El mundo, de Millás. Como si ambos narradores supieran que la historia de sus familias, en tanto que humildes, podían simbolizar todo el entramado de las clases bajas españolas y la posibilidad de su redención a través de la literatura. Por mi parte, en mi novela Ordesa quise reflejar la belleza y la poesía que hubo en las vidas de la generación de hombres y mujeres nacidos en los años treinta, la edad de mis padres. Hombres y mujeres que no tuvieron acceso a la cultura. Pero que sí estuvieron vivos. Porque sus vidas fueron buenas, eso quise hacer yo en Ordesa: mostrar la impúdica poesía de los desfavorecidos de la historia de España.
Si hubo una novela madrugadora en la doma del pudor en las letras españolas esa fue Nada, de Carmen Laforet, donde el fuerte tono autobiográfico se vertía sobre una disección casi telúrica de la familia española. La doma del pudor no es otra cosa que la convivencia tranquila de los escritores con su propia identidad histórica, y esa identidad no se explica sin la familia, es decir, sin un padre y una madre. Así la novela Patria, de Aramburu, supo explicar el terrorismo etarra en tanto en cuanto puso la lupa en la narración de la vida de dos familias. Porque la familia es la unidad de peso de la realidad. En El balcón en invierno Landero nombra lo que bien podría ser el santo grial de la historia privada de las familias españolas de las últimas décadas: el deseo de que los hijos vivan mejor que los padres. Es allí donde la paternidad y la maternidad encuentran una dimensión de alta verdad humana, porque allí laten con fuerza el sacrificio y el amor. Este deseo ayudó a construir la historia de España, que es tanto como decir que nos constituye y nos explica y sigue en activo, en una cadena moral y humana que pasa de padres a hijos y que sigue siendo, desde Shakespeare, Kafka y Dostoievski, el gran tema de la literatura occidental.
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