El fabuloso caso de James Tiptree Jr.
La forma de escribir no tiene que ver con la ropa interior sino con la clase de cosas que se aman
Solo en dos ocasiones abandonó su estantería de la biblioteca de Spring Lake, Michigan, mi ejemplar de The Double Life of Alice B. Sheldon, la fascinante biografía de la exagente de la CIA que amaba los rifles porque su madre los había amado. Su madre era escritora, pero también cazaba tigres. Alice también escribía. Publicó su primer cuento en el New Yorker a los 30, el año en que se casó por segunda vez: 1945. No era un cuento de ciencia ficción, era un cuento corriente. Pero Alice quería escribir ciencia ficción. Alice estaba convencida de que la ciencia ficción era el único género capaz de derribar hasta el último muro porque, después de todo, ¿qué otro género permite que todo sea posible, y que en ese todo pueda dibujarse un nuevo y por fin libertario papel para la mujer? Así que se puso manos a la obra, dejó lo que fuese que estaba haciendo —y había hecho cientos de cosas, cosas que, en aquella época, no acostumbraban a hacer las mujeres, como trabajar para el servicio de inteligencia de las Fuerzas Armadas, o, qué demonios, cazar patos— y se puso a escribir una poderosamente compleja pulp fiction de raíz inevitablemente feminista. Solo que no lo hizo como Alice Alli —así le gustaba llamarse— Sheldon, sino como un tal James, James Tiptree Jr. El nombre lo sacó de un bote de mermelada.
Corría el año 1968 y Alli pasaría la década siguiente sentada ante su máquina de escribir, escribiendo sin parar y conquistando, siempre por carta, a todo tipo de mujeres, y tratando, con una camaradería insultantemente hemingwayiana, a los hombres. Escribía relatos feministas que sus compañeros de generación pasaban por alto porque, ¿acaso no podía un hombre ponerse en la piel de una mujer? El propio Robert Silverberg llegó a decir que encontraba “absurda” la teoría que sugería que era una mujer porque había algo “ineluctablemente masculino” en lo que hacía. Cuando en 1978 se descubrió la identidad de Tiptree —un desliz de la propia Alli tras la muerte de su madre puso sobre aviso a la prensa—, Ursula K. Le Guin fue la primera en echar en cara a tipos como Silverberg que aquello probaba la no existencia de una literatura femenina y masculina que tuviese que ver con el género de su autor, y a su vez que resultaba obvio que tipos como él no querían ni oír hablar de mujeres pisando un terreno que creían exclusivamente masculino.
Hoy, cuando se cumple medio siglo del fin del misterio, me pregunto si no debería interesarnos más la vida de alguien que demostró que nunca ha existido una barrera entre aquello que escriben hombres y mujeres que tenga que ver con la clase de ropa interior que utilizan sino más bien con la clase de cosas que aman —Alli, los rifles, a su madre—, como para que el ejemplar de The Double Life of Alice B. Sheldon de Julie Phillips que ha viajado desde una biblioteca de Spring Lake, Michigan, hasta mi casa, solo fuese prestado en dos ocasiones, y que de esas dos ocasiones haga 11 años.
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