Clandestinidad y dicha
Forges deja un mundo en el que todos y cada uno de nosotros ha quedado dibujado
Cuando terminé Números pares, impares e idiotas, mi libro sobre el sistema métrico decimal, se lo envié a Forges con la esperanza de que le gustara y se decidiera a ilustrarlo. Me llamó a las tres horas entusiasmado con la idea de que trabajáramos juntos y me citó a comer en el restaurante del Corte Inglés de la calle Princesa.
Conviene señalar que por entonces no nos conocíamos, ni siquiera creo que hubiéramos llegado a coincidir en acto público de naturaleza alguna. Yo estaba muy nervioso, en consecuencia. Llegué al restaurante, que se encontraba arriba del todo, a bordo de las escaleras mecánicas, pasando pues por todas las secciones. A medida que el ascensor subía, iba viendo el mundo como una sucesión de viñetas de Forges. Sección Señoras, Sección Caballeros, Niños, Deportes, Ropa Vaquera…
Todo adquirió el esquematismo complejo de sus dibujos. Me quedé anonadado ante el descubrimiento de que Forges había venido dibujando el mundo con una precisión asombrosa. Era un hiperrealista inverso. Era genial la operación que había efectuado sobre la realidad para contárnosla. Cuando llegué al restaurante, la versión forgiana de Forges conversaba tranquilamente con la versión forgiana de un camarero. Yo mismo, al tomar asiento, me transformé en una versión forgiana de mí mismo. Comimos dentro de una viñeta, en fin, utilizando ambos una sintaxis que se aproximaba a la de los personajes del genial dibujante.
Le pregunté por qué me había citado a comer en un sitio tan raro y me dijo que allí no nos vería nadie, ya que los editores, los periodistas y los escritores comían en otros sitios. Me di cuenta entonces de que había decidido que trabajáramos en la clandestinidad. Una clandestinidad de viñeta, claro, y así fue: siempre nos veíamos en aquel restaurante, a escondidas del mundo.
Ahora que lo pienso creo que Forges fue siempre, pese a su fama, un hombre escondido. ¿Escondido de qué? Nunca me atreví a preguntárselo. Como el libro nos gustó mucho y los dos éramos unos editores frustrados, decidimos convertirnos en socios y coeditarlo con la ayuda de Alba Editorial, a cuya directora también le gustó la aventura. Así fue como Forges y yo tuvimos, inexplicablemente, una empresa que funcionó bien, incluso muy bien. Cada año, cuando recibo mi parte de los derechos de autor de ese libro, me acuerdo de aquellos días de clandestinidad y dicha. Forges deja un mundo en el que todos y cada uno de nosotros ha quedado dibujado.
Él aseguraba con coquetería que dibujaba mal, pero que se salvó gracias al consejo que recibió de su padre cuando comenzó a hacer viñetas: “Hijo, si te dedicas a esto, sé absolutamente original”. No solo fue original, sino que nos hizo originales a toda la generación que compartimos su época. Descansa en paz, amigo.
#graciasForges
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