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Arroyo íntimo

“El Arroyo íntimo es el Arroyo pintor, el que no se resignará a abandonar la pluma”

Eduardo Arroyo en París, en los sesenta.
Eduardo Arroyo en París, en los sesenta.

Un restaurante en París un día de lluvia. 15 de enero. Eduardo Arroyo reúne a dos amigos, un editor y un escritor. Conversan. Los nombres de Balzac, Gide, Malraux, Céline, Camus, Morand, Barrés, viajan a través del tiempo y del espacio.

17 de enero. Una cena en Madrid con un galerista y un editor amigos. Canetti, Zweig, Márai, Joyce, Celan se convierten en el centro del universo. Arroyo es un europeo que ama la literatura, se nutre de ella.

Entre la prensa de imprimir y la tabla donde se ha calentado el linóleo para que se ablande, el equipo de la imprenta rodea al pintor en un fuerte olor a tinta. Ansiosos descubren el retrato de Delacroix colérico en tres colores, rojo, azul y verde, que Arroyo firmará cuando la hoja esté seca. La soledad necesaria del taller de pintura se compensa con la compañía de los colaboradores del taller litográfico. Antaño salía del ensimismamiento colaborando con Klaus Michael Grüber en las efímeras puestas en escena que exigían tanto. Contrarrestaba el efecto de la soledad trabajando en las obras colectivas con Gilles Aillaud y Antonio Recalcati.

Es de recordar que en su época militante, allá en 1968, sus amistades impetuosas no le impidieron oponerse junto con Pierre Soulages a la destrucción de la pintura de Puvis de Chavannes que adorna las paredes del gran anfiteatro de la Sorbona. Y que desde aquellos años pinta a los pintores porque sabe que la pintura es una promesa de eternidad.

El autorretrato que se publica hoy en EL PAÍS da testimonio de la incesante evolución de su obra, de sus mil astucias, de su extraordinaria habilidad técnica camuflada bajo una fingida simplicidad. La efigie frontal presenta un aspecto doble: el collage de la parte izquierda en blanco y negro ofrece un semblante joven, seguro. Bañado de luz, parece que brota de unos grumos negros. Simultáneamente la otra mitad del rostro esconde el secreto sepia del pintor golpeado, del admirador del noble arte que ha triunfado de las lesiones y los fracasos propios. En una continua melancolía, pero desprovisto de tristeza, guarda la memoria de los vencidos y observa el mundo.

Arroyo en su casa, en Madrid, en febrero de 2017.
Arroyo en su casa, en Madrid, en febrero de 2017.Santi Burgos

Recordemos que para pintar un cuadro al óleo, Eduardo Arroyo dibuja el boceto previo que va a plasmar la idea que le ronda por la cabeza. Cualquier folio es oportuno para este recordatorio, matriz del cuadro por venir. En la hoja de papel escribe el nombre de los colores que en este preciso momento piensa utilizar. Con esmero matizado de impaciencia prepara su paleta: un papel calco arrimado a una mesa alta de ruedas. Dispone las espátulas, coloca las paletinas y varios tipos de pinceles, la mayor parte redondos o planos. Elige los tubos de pintura al óleo, siempre de marca Rembrandt para trabajar en buena compañía, y sus manos seguras presionan la extremidad. Cordones de colores serpentean; pronto se convertirán en manchas escarlata, violeta azulado, azul turquesado y azul ultramar claro, amarillo cadmium claro, negro marfil, gris payne, verde cinabrio oscuro y verde de Sèvres. Arroyo está de pie, frente al lienzo blanco de lino fino, tenso en el bastidor, porque justo antes ha insertado las cuñas en las ranuras. Abstraído y concentrado aplica la primera pincelada del primer cuadro del año 2018.

El Arroyo íntimo, es el Arroyo pintor, el que no se resignará a abandonar la pluma.

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