Eduardo Arroyo suma en una exposición sus dos pasiones: pintura y lectura
El artista coordina en Casa del Lector una muestra donde imagen y texto se dan la mano
Si existe un desdoblamiento del que felizmente Eduardo Arroyo no ha conseguido zafarse jamás es el del pintor que escribe o el escritor que pinta. "No he logrado separarlas, son mis dos obsesiones, lo que mejor me define", afirma el artista. Ambas facetas se han enriquecido mutuamente a lo largo de su obra: han peleado por espacios, tiempos y delirios propios… Las lecturas han nutrido sus cuadros. Las imágenes han poblado sus textos en una enfermiza retroalimentación con vitamina sugestiva, para su hambre depredadora y difícil de saciar.
Por eso, cuando César Antonio Molina propuso al artista que expusiera en la Casa del Lector en Matadero, Arroyo no tardó en convencerle de lo inútil que sería una muestra más de su obra en Madrid. A cambio, le propuso convertirse en comisario de algo en teoría ajeno a él, pero propio al tiempo. Organizar, crear, urdir siete instalaciones, siete espacios, donde ambas facetas suyas —pintura, letra, figura, trazo, narración— quedaran entrelazadas en lo que daría en llamar La oficina de San Jerónimo.
"Esto es la antivanguardia: espero que no tenga nada que ver con lo que se ve y lo que se hace ahora", clama Eduardo Arroyo en mitad del montaje de la exposición, mientras contempla uno de los 17 san Jerónimos que reciben al visitante en la entrada. Durante siete meses —desde el jueves y hasta abril—, quedará a disposición del público el trabajo que tanto él como su más estrecha colaboradora, Fabianne di Rocco, también comisaria, han urdido durante cerca de cuatro años.
Recuerdo del 68 en París
Tras la torre de los estilitas, donde a lo largo de siete meses, Eduardo Arroyo y Fabianne di Rocco invitan a recitar o leer textos a quien quiera acercarse a la Casa del Lector, queda colgada otra de las obras que el pintor hizo en colaboración.
Fue un resto amargo de su experiencia en el París alborotado del 68, donde el artista participó activamente en las protestas. En La oficina de San Jerónimo se expone La dacha, una obra que Arroyo pintó a finales de la década de los sesenta junto a Gilles Aillaud, Francis Biras, Lucio Fanti y Fabio y Nick Rieti (padre e hijo).
Todos ellos lanzaron una mirada irónica, enmarcada en dorado, donde se lee la acción de la obra: en ella, Louis Althuser duda si entrar en la dacha Tristes Mieles, donde andan reunidos Jacques Lacan, Michel Foucault y Roland Barthes justo en el momento en que la radio anuncia que los obreros y estudiantes han decidido abandonar su lucha.
Una rígida tristeza en color y en sombra domina el enorme lienzo. Pero esa ironía iconoclasta, propia de Arroyo, logra imponerse. Se trata de uno de sus cuadros más queridos. "No podía faltar aquí", asegura el artista madrileño de 78 años.
La travesía con siete puertos representa un laberinto tan enigmático como heterogéneo. Pese al aparente "disparate" —así lo define Arroyo—, se atisba un rígido orden de coherencia interior en que se aúnan homenajes multicopia al santo que trasladó la Biblia al latín, gracias a fondos de varios museos que van de El Prado al Bellas Artes de Bilbao, con espacios para la performance poética y la reivindicación de artistas desconocidos e indómitos.
Arroyo y Di Rocco nos llevan de la mano por imágenes y lecturas que se deslizan entre la ironía y el tributo. Pero con un contundente discurso radicado en la modernidad como tronco abierto a la discusión en canal. Un lugar donde el retrato de Dorian Grey, enjaulado en un cine con una secuencia de repetición digna del día de la marmota, convive con una torre para estilitas del verso rodeada de 150 fotografías de personajes elevados sobre el suelo.
Ceremonia de confusión
Un ágora en que 400 volúmenes de imposible lectura, dispuestos en un lago blanco de vitrinas con diarios candados o bromas del gran Joan Brossa, esgrimen la encuadernación del vacío en diálogo con artistas vivos y muertos, adscritos a la llamada "caligrafía de lo imposible". Todo un garito donde garabatos copulan con absurdas ediciones de libros que no se pueden leer y representa, según Arroyo, "una ceremonia de la confusión en la que todo queda bastante claro, como ves. O, al menos, más claro que todo ese horror que se expone año tras año en Arco".
Por ese camino han querido seguirle pintores españoles de generaciones posteriores a la suya: "Anarcoides también, radicalmente independientes", agrega Arroyo. Es el caso de Carlos García Alix, envuelto en su ocre visión crepuscular del papel impreso. De Sergio Sanz, tratando de anudar la raigambre del vacío. O de Rafael Cidoncha, emparejando dislates que aúnan escritores, futbolistas o figuras del papel cuché, en tono kitsch.
García Alix aceptó honrado la invitación de su colega. Inmediatamente quiso homenajear el fin de una época, enfangándose en almacenes de libros amontonados que se venden al peso. Así fue como parió algunos dípticos y trípticos que simulan oleajes encuadernados a su suerte: "Si Eduardo ha organizado la oficina de San Jerónimo, yo me he ocupado del sótano", asegura el artista rodeado de sus lienzos.
Un creador de múltiples inquietudes
Pintor, escritor, escenógrafo de ópera y teatro, Eduardo Arroyo (Madrid, 1937) es uno de los máximos exponentes de movimientos pictóricos europeos como la figuración narrativa y la neofiguración.
Se exilia a París en 1957, tras graduarse en la Escuela de Periodismo de Madrid. Allí participa activamente en el mayo del 68 e inicia su carrera pictórica, que alterna entre Francia e Italia.
Regresa a España en los años ochenta, donde es reconocido como uno de los grandes artistas del siglo XX. Tiene obra expuesta en importantes museos, como el Reina Sofía.
Nunca ha dejado de escribir. Publicó sus memorias, Minuta para un testamento, en 2009.
En su último proyecto, coordina la exposición La oficina de San Jerónimo, junto a Fabianne di Rocco, en la Casa del Lector de Madrid.
También hay mazmorras. En otra de las salas, Arroyo ha dispuesto la acción que en 1965 le llevó a pintar conjuntamente con otros dos artistas un homenaje a La pasión en el desierto, de Balzac, en un curioso enclaustramiento. Detrás de unas rejas, queda la obra conjunta de 13 lienzos pintados por él, Gilles Aillaud y Antonio Recalcati, sobre la historia de un soldado enamorado de una pantera en medio de las dunas. "La regla consistía en que todos debíamos intervenir en cada lienzo y si no nos gustaba lo que uno había plasmado, debíamos borrarlo y pintar encima".
Creación en conjunto
La creación en conjunto fue algo que Arroyo exploró a conciencia. Lo abordó como marca generacional, en plena efervescencia de la figuración narrativa o la neofiguración, corrientes donde se le enmarca. Si la vida de sus años nómadas en el exilio de París o Roma le llevaron a adentrarse entre los fundamentales de la segunda mitad del XX, también lamenta que no le permitiera cooperar con otros grandes desconocidos en España como Pierre Roy, Clovis Trouille, Jules Lefranc y Alfred Courmes. "Con La oficina de San Jerónimo he podido enmendar ese vacío y al menos acercarlos para que los conozca el público de mi país", asegura.
Se trata de cuatro irredentos empeñados en el camino solitario ajeno a las corrientes en boga, radicalmente modernos, empecinados en su singularidad, primos hermanos de un lúcido e inclasificable artista como Arroyo: el artista partido en dos, entre el agua de sus pinceles y la tinta de sus estilográficas.
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