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Columna
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Arroyo

En la exposición dedicada al pintor en la Fundación Maeght, recordé su frase: “¡El verdadero artista está obligado a serlo hasta el final!”

Tras recorrer la extraordinaria exposición de Eduardo Arroyo (Madrid, 1937) con el enjundioso título En el respeto de las tradiciones, que hace poco ha sido inaugurada en la histórica Fundación Maeght, ubicada a dos pasos de la bella localidad francesa de Saint-Paul de Vence, volví a sentir que era mejor de las muchas suyas que he visto por todo el mundo. Recordé entonces una de sus brillantes sentencias: “¡El verdadero artista está obligado a serlo hasta el final!”. No sé cuándo se la oí por primera vez, pero ahora me atrevería a hacerle un añadido personal inspirado en él y en su amplísima trayectoria: “Para lograrlo, ese artista debe considerar siempre que la próxima muestra que ha de inaugurar podría ser la última”. Sin meterme aquí en más detalles sobre la retrospectiva, selectivamente autobiográfica, que ahora se exhibe en la Fundación Maeght, las brillantes diagonales visuales allí cruzadas por el propio Arroyo entre el presente y el pasado así lo acreditan, compitiendo con ventaja sus últimas obras con las sucesivamente mejores de antaño.

Conocí personalmente a Eduardo Arroyo hacia la segunda mitad de la procelosa década de 1970; o sea: hace unos 40 años, y he de constatar que en todo este tiempo mi admiración por él no ha dejado jamás de aumentar. Con lo que también se puede aplicar la antedicha sentencia a los amantes del arte, por lo que la hago mía por partida doble. En cualquier caso, evocando nuestro primer encuentro, he de decir que él, en ese preciso momento, estaba en uno de sus arrebatados estados volcánicos, un trance que él describe como hallarse “loco de rabia”. La furibunda rabieta de entonces estaba perfectamente motivada, porque, recién incorporado a nuestro país tras quince años de exilio político, y siendo ya una figura internacionalmente consagrada, se le hizo el vacío en su añorada patria natal. Con ello no solo corroboré el acendrado proverbio español: “El que se va de Sevilla, perdió su silla”, sino, todavía peor, que el verdadero exiliado o emigrante nunca logra tornar a casa, por más que vuelvan a ella. A pesar de los pesares, tengo la melancólica sensación de que este destino fatal le sigue afectando a Arroyo hasta el presente.

Ahora bien, de no ser así, también me pregunto si, acaso, este soberbio escritor y artista multidisciplinar habría realizado su ingente y polifacética obra hoy admirada por doquier. Quiero decir: que no sé si la habría hecho sin él no haber estado permanentemente en las últimas. Y más y mejor, siguiendo por esta misma senda inquisitiva con carácter personal: ¿le amaríamos tanto sus auténticos seguidores de no haber recibido a través de él y de sus inseparables creaciones tal cantidad de dones imprescindibles casi siempre a modo de un cordial viático? Pues, al final, lo que queda de un artista es esa singular generosidad renovada de quien ha apurado a fondo la vida como si siempre fuera la última vez.

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