Ven a casa a ponerme a caldo
‘Ven a cenar conmigo’ se crece cuando los invitados afrentan al anfitrión y sus platos
Igual es que no le he cogido el punto a Ven a cenar conmigo, pero, por lo visto hasta ahora, el programa consiste en invitar a comer a un grupo de desconocidos a tu casa para que te despellejen en cuanto les das la espalda.
Claro que el menú importa. Sin duda que el proceso de elaboración de las viandas se enseña con detenimiento. Por supuesto que las presentaciones de los cocinillas entretienen, sobre todo gracias a la elaborada postproducción cómica. Pero lo que realmente da morbo a este espacio diario de Cuatro es escuchar las opiniones de los invitados sobre su anfitrión –generalmente negativas: se juegan un premio de 3.000 euros- y ver cómo este saca su lado más friki en la sobremesa.
Ven a cenar conmigo es uno de esos programas surgidos con la eclosión de los espacios dedicados al mundo de los fogones, donde igual tienes pesadillas en la cocina que te convierten en un par de meses en un ferrán adriá (famoso, junior o anónimo) o te enseñan a hacerte comidas de soltero en un periquete con lo que queda en esa nevera tan vacía.
El programa diario reúne cada semana a cinco ciudadanos que se van invitando sucesivamente a cenar a sus respectivas casas, muestran sus habilidades gastronómicas y, de camino, enseñan sus viviendas y cuentan de dónde vienen, hacia dónde van y qué se ponen. Y los invitados tienen derecho a cotillear por el baño, el dormitorio (uno con retrete junto a la cama), el despacho… Y a despellejar al anfitrión, especialmente en el viaje de regreso a casa, pero también en mitad de la cena, en la que el cocinero de turno tiene que mostrar sus mejores habilidades sociales para no poner a algunos de sus invitados (o a todos a la vez) de patitas en la calle.
Así, una simple petición de sal puede desencadenar una batalla por el punto de una lasaña (Patricia vs Carolina); una "flor de guacamole" (espaguetis con guacamole sobre cesta de queso) puede acabar en un Cafarnaún (Yolanda y Esther a cada lado del cuadrilátero) o se establece un debate sobre si la longaniza lleva o no nuez moscada (Claudia en la casa de José). Todo subrayado con una elaborada postproducción para buscar la complicidad del espectador.
De las sorpresas que cada anfitrión prepara para sus invitados en la postcena, mejor ni hablar. Un ejemplo: un anfitrión que confiesa que su sueño es ser gogó en Ibiza y lucir “pelazo” (José) plastifica su salón como si fuera a cometer un crimen a lo Dexter para un juego “chorra”, según los participantes. Hay que ver para creer. Desde luego es un formato que satisface esas ganas de muchos de mirar la vida de otros subrepticiamente por un agujerito en la pared.
Una de las frases con las que se publicita el programa no deja lugar a dudas: “¿Te encanta tener invitados en casa? ¿Presumes de ser un gran organizador de eventos? ¿Tus amigos no se pierden ni uno de tus saraos? Pon a prueba tus actitudes [supongo que querían decir aptitudes] como anfitrión; puede que te sorprendas y nadie vuelva a ir a cenar a tu casa”.
Es posible que cuando los protagonistas se vean reflejados por sus invitados quizás tampoco tengan ganas de volver a invitar a nadie. España está llena de restaurantes buenísimos. Te despellejarán la cartera, pero no tienes que cocinar, ni recoger la mesa y la cocina ni, mucho menos, aguantar con la mejor sonrisa ante las cámaras el que te pongan a caldo en tu propio salón.
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