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crítica | MOST BEAUTIFUL ISLAND
Columna
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La ciudad araña

Convoca una pesadilla que no necesita recurrir a ningún golpe bajo para ramificar su considerable poder de perturbación

Tanto en La línea del cielo (1983) de Fernando Colomo como en La vida inesperada (2013) de Jorge Torregrossa, el espejismo del sueño americano, en su modulación neoyorquina, era desarticulado por la mirada de unos protagonistas, españoles atraídos por el brillo de la metrópolis, que acababan topándose con el desencanto de la precariedad y la supervivencia en los intersticios de ese supuesto Edén. Las claves, en ambos casos, eran las de una eficaz comedia costumbrista, sostenida en el carisma de sus actores y en la lúcida observación de las pequeñas diferencias entre el forastero y el integrado (o supuestamente integrado). En Most Beautiful Island, la actriz Ana Asensio debuta en la dirección contando algo parecido –una destilación de sus propias experiencias como inmigrante a la deriva en un Manhattan que no es el que idealizó Allen-, pero renunciando por completo a esas claves genéricas para tantear otras, con considerable fortuna.

MOST BEAUTIFUL ISLAND

Dirección: Ana Asensio.

Intérpretes: Ana Asensio, Natasha Romanova, David Little, Nicholas Tucci.

Género: drama.

Estados Unidos, 2017

Duración: 80 minutos.

Su película pasa del preciso y nada discursivo retrato de personaje –construido a través de conversaciones, encuentros y erráticos trayectos por las calles de la ciudad impasible- a un descenso literal al subsuelo, que se modula en forma de película de terror. Un espacio desnudo, una tensa espera y unos cuerpos en tensión le bastan a Asensio, también entregada en cuerpo y alma como actriz, para convocar una pesadilla que no necesita recurrir a ningún golpe bajo para ramificar su considerable poder de perturbación.

Acompaña a este notable debut la proyección del corto The Fourth Kingdom de Adán Aliaga y Alex Lora, nominado al Goya al mejor cortometraje documental, que parece complementar en otro registro el discurso de Asensio: diversas voces y experiencias son convocadas en torno al centro Sure We Can, cofundado por una monja española. Una comunidad de afectos, redenciones y solidaridades bajo el brillo de los rascacielos.

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