El sofá delator
Aparece el riesgo de que la justicia postergada mute en cadena de linchamientos automáticos

Hollywood ha dejado un rastro indeleble de su propia culpabilidad en el lugar más visible de todos: el lenguaje. La expresión casting couch —utilizada para definir todo abuso de poder materializado en la propuesta o imposición de favores sexuales por parte de un superior jerárquico a un subordinado o aspirante— se usa en cualquier ámbito profesional, pero nació en la industria del cine. El concepto no era en absoluto metafórico: el sofá donde se materializaban las transacciones sexuales en el Hollywood de los orígenes era una común pieza de mobiliario en los despachos de esos magnates que, en la década de los 10, empezaban a articular una nueva cultura del estrellato. Antes de ese punto de inflexión, los rostros de la pantalla no eran identificados por su nombre propio, sino por el logotipo del estudio. Así pues, el concepto de star-system instituiría el sexo —y también el control de la vida privada— como valor de cambio para el acceso a la fama en el seno de una industria donde la depredación sexual se iba a convertir en rasgo sistémico.
En los 90, cuando Harvey Weinstein estaba consolidando su imperio, la irreverente revista Film Threat ya contaba con una sección fija que, bajo el título de Tales from the Casting Couch, recogía testimonios de víctimas de ese secreto a voces con larga trayectoria de impunidad. Había, no obstante, una diferencia remarcable con respecto a la presente avalancha de denuncias: las voces denunciantes solían preferir un cauto anonimato y también omitían el nombre de sus acosadores. El libro de memorias de la estrella consagrada y ya retirada —Louise Brooks, Shirley Temple, Joan Collins…— solía ser el territorio escogido para sacarlo todo a la luz, con nombres y apellidos.
Los escándalos en torno a Harvey Weinstein y Brett Ratner han tenido el poder de trascender el amarillismo, fomentar la visibilización de una lacra (#metoo) e impulsar un cambio de paradigma. En un momento en que las redes sociales parecen haber democratizado la delación y el placer de señalar, también aparece el riesgo de que la justicia postergada mute en cadena de linchamientos automáticos, en lugar de alentar el tratamiento específico de cada caso. A primera vista, da la impresión de que el caso Kevin Spacey cuenta con unas especificidades que complican colocarlo en el mismo saco que lo de Weinstein, pero, de momento, los matices parecen irrelevantes: todo lo arrastra el mismo tsunami.
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