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El día que Bryan Cranston sintió ver morir a su hija

El protagonista de 'Breaking Bad' se confiesa en la autobiografía 'Secuencias de una vida'

Bryan Cranston, en el papel de Walter White en la serie 'Breaking Bad'.
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La escena es una de las que más se recuerda de la serie Breaking Bad: Walter White entra en el apartamento del joven Jesse Pinkman, que duerme al lado de su novia, Jane, después de una noche de drogas y alcohol. De repente, ella comienza a toser. Cuando empieza a vomitar, White la coloca boca arriba para que se ahogue y muera. Es una testigo incómoda. El actor, Bryan Cranston (Los Ángeles, 1956), se sintió súbitamente conmocionado y también omitó. Eso es lo que los espectadores vieron, pero no tenía que haber sido así.

“Lo que se apoderó de mí en ese momento fue un temor real, mi peor temor. Un miedo que no había previsto ni asumido del todo. Y mi reacción está ahí, para siempre, al final de la escena. Me cubro la boca con la mano, horrorizado”, relata. Tendría que haberse limitado a asesinarla con frialdad, mirar e irse. Un nuevo crimen de Heisenberg. Pero el actor no vio en ese momento a la actriz Krysten Ritter, sino a su propia hija.

Esta es una de las confesiones que Cranston hace en el libro Secuencias de una vida, recientemente publicado en español por Ediciones B. El intérprete cuenta su esfuerzo durante décadas por convertirse en una estrella. Mucho antes de ser uno de los personajes más admirados de la historia de la televisión tuvo que bregar en papeles de culebrones, en anuncios –su primer trabajo fue en un anuncio sobre las barritas Mars- y todo lo que saliera para pagar las facturas. Si alguien pensó que esto era llegar y tocar el cielo, Cranston desmonta, incluso con un poquito de mala leche, el estereotipo.

Para empezar porque su infancia en Los Ángeles no fue la mejor posible. Sus padres, actores de poca monta –en Hollywood no todos son grandes estrellas– se divorciaron cuando él era un niño –el padre se fue con otra mujer, la madre bebía- y tuvo que comenzar a ganarse la vida desde que era apenas un chaval. Por las páginas desfilan sus primeros empleos como vendedor de mercadillo, granjero, repartidor de periódicos o pintor de brocha gorda. El actor desvela que fue en un viaje por Europa, cuando aún no había alcanzado los veinte años, cuando perdió la virginidad. No fue una escena para recordar: pagó a una prostituta. “Y acabé. No hubo fuegos artificiales. Ni ternura. Ni conversación. Ni siquiera nos dijimos nuestros nombres (…). Para ella había sido un momento completamente olvidable. Pero sería un momento que yo jamás olvidaría”, describe.

Fue al iniciar sus estudios en Criminalística –curioso que el futuro Walter White estudiara lecciones de policía- cuando se apuntó a un curso optativo de interpretación. Ahí burbujearía por primera vez el gusanillo de la actuación. Un viaje en moto por EE UU con su hermano mayor, Ed, en 1976, en aquella época en la que la cultura pop estaba infectada por películas como Easy Rider, le predispuso aún más en aquel camino. El juego de la rebeldía. “Lo más increíble de la juventud es que todavía no te has cansado de luchar y, por lo tanto, lo intentas todo”, comenta.

Conoció a su primera mujer, Michelle Mickey Middleton, en un teatro de Daytona. Fue también su iluminación para ser actor. Acudió a múltiples clases, leyó todo lo que pudo. De hecho, para conseguir el papel del tipo del anuncio de las barritas Mars, en el que tenía que escalar una montaña, se pagó un curso de escalada, porque no tenía ni idea. Y lo logró.

Telenovelas

En los ochenta y noventa llegaron sus papeles en telenovelas como Loving. Papeles de un solo día, haciendo de malo —divorciado de su primera mujer, fue en uno de estos capítulos donde conoció a su segunda y actual esposa, Robin Dearden, a la que pidió matrimonio en un jacuzzi, confiesa— porque “esos eran los papeles para los artistas invitados. Si eras un personaje regular de una serie, eras un buen tipo”. Mientras, también corría maratones. Era su manera de estar en paz. “Si tu vida es cuerda, eso te permitirá volverte loco en el trabajo”, afirma como consejo a los jóvenes actores.

Desde luego, para muchos lectores las páginas más jugosas las encontrarán cuando el actor se adentra en la época de Breaking Bad. Llegar a esta serie casi fue una carambola. El creador, Vince Gilligan, se acordó de él por uno de esos papeles puntuales en Expediente X. Le llamaron para una prueba, pero justo en aquellos días, Cranston estaba a punto de firmar para otro culebrón, Nurses, una especie de Anatomía de Grey. Tras leer el guion de Breaking Bad, estaba decidido a convertirse en Walter White, por lo que tejió una trampa: hizo correr el rumor de que ya estaba comprometido con la serie de médicos para saltarse un casting en el que también estaban Matthew Broderick y Steve Zahn. La estratagema funcionó. Rápidamente le llamaron de la productora de Breaking Bad y le dieron el papel. De alguna manera, Bryan Cranston ya se había convertido en Walter White y en su álter ego, Heisenberg.

Fue él quien decidió qué aspecto tendría el químico. Fue él también quien apostó por los slips que continuamente aparecen en la serie. Y fue él quien consiguió que este personaje, un apocado y depresivo profesor, pasara a ser un narcotraficante malvado, un asesino, al que, sin embargo, se engancharon espectadores de medio mundo. “Cuando Walt envenena al niño, la gris zona moral ya ha desaparecido. Es un recuerdo borroso, y el público, si estaba cuerdo, debería haber dicho: que le den a este tío, está loco. Es malo. Pero era demasiado tarde. Ya erais leales a él”, sostiene Cranston.

Fueron días duros. Si un capítulo debía rodarse en ocho días, muchas veces se sobrepasaba el tiempo. Cranston se implicó de forma personal e incluso llegó a sugerir algunos cambios en las escenas, como una de las más tristes de toda la serie: aquella en la que Heisenberg mata al personaje de Mike, uno de los más queridos por el público. En el guion, el actor tenía que decir una frase patética después de matarle: “Acabo de darme cuenta de que Lydia tiene los nombres. Puedo pedírselos a ella”. No quería hacerlo porque pensaba que su personaje “quedaría como un imbécil”. Gilligan no dio su brazo a torcer. Y sí, Walter White quedó como un imbécil.

La serie se llenó de premios y el actor que venía del mundo de los anuncios y los culebrones se convirtió en una estrella. No hay, sin embargo, sensación de vértigo, pese a que ahora le llueven los buenos papeles. Al final del libro, Cranston antepone su familia a todo lo demás: el dolor por la muerte de su padre, la admiración hacia su hija, también convertida en actriz. Y el trabajo como actor de teatro, donde empezó. El reflejo de un hombre que sabe lo que es sudarse el éxito.

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Autor: Bryan Cranston.


Editorial: S.A Ediciones B (2017).


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