Así se salvó el patrimonio de la Ribeira Sacra
Un puñado de calderos y el coraje vecinal impidieron, en la oleada de incendios, el avance de las llamas en la zona de mayor concentración del románico eclesiástico de Europa
En la Ribeira Sacra, un territorio impactante de la Galicia interior donde el románico y las hidroeléctricas enfilan en procesión por la orilla del Sil, se obró el día 16 un milagro: el coraje vecinal y un puñado de calderos consiguieron frenar el avance de las llamas que devoraban Galicia sin miramientos. El fuego acabó abatido a unos cientos de metros del cenobio benedictino de Santa Cristina. De haberlo alcanzado, la ruta de los monasterios se habría derretido como la cera y el impresionante Canón do Sil, una auténtica chimenea vegetal de masa autóctona en empinada pendiente, sería ya solo recuerdo.
La batalla fue larga. En Parada do Sil (Ourense) comenzó a mediodía del domingo. A los postres.
El fuego asomó a esa hora su peor cara por la montaña en una comarca bañada por los ríos Miño y Sil y en la que los descendientes de los gallegos que hace 2.000 años cultivaban el vino en imposibles bancales verticales mantienen esa agricultura heroica y la treintena de iglesias y monasterios que fue sembrando el románico en su expansión por Europa, y que convierten a esta zona en la de mayor concentración del continente.
Antonia González, de 76 años, vio los primeros indicios de la batalla que se avecinaba desde el enorme ventanal de su vivienda, en la parroquia de Santigueiro. Acababa de despedirse de uno de sus hijos que regresaba a Vigo. “Fui a dar un paseo para ver si había peligro pero me pareció que no se acercaría”, relata sobre la jornada infernal de la que aún no se ha repuesto.
Erró la predicción. Un par de horas más tarde las llamas se aproximaban a su aldea. González corrió a la iglesia a encomendarse a la Virgen del Socorro y a aplicar un antídoto que portaba el mismo veneno: “Le encendí una vela y volví enseguida a casa”. En cuanto llegó, tuvo que abandonarla. Una veintena de voluntarios se batía cuerpo a cuerpo en las inmediaciones contra un fuego voraz armados de calderos y echando mano de la autobomba municipal y de un bulldozer junto a un grupo de brigadistas. Al frente, la alcaldesa, Yolanda Jácome, guiaba el escueto operativo que se volvía loco para atender todos los frentes de un incendio que desplegaba un sinfín de tentáculos.
Ese fue solo el primer desalojo. Sofocado el fuego, la mujer insistió en volver a casa. “En cuanto vi que lo habían apagado pedí a un primo que me llevara de vuelta”. Creyó que estarían a salvo si desandaban lo andado por el fuego. Al regresar a la vivienda, ya de noche, las llamas rompieron la oscuridad y se acercaron a su puerta. Pidió socorro y los calderos volaron en su ayuda: “Teníamos todo el entorno limpio, pero ardían hasta las hierbas”.
En Parada do Sil, en donde fue necesario desalojar tres aldeas, los vecinos consideran providencial que el fuego se desatase en domingo y que lo hiciese apenas pasado el mediodía porque las pequeñas aldeas orensanas de esta comarca reciben los fines de semana a la población joven abocada a buscar empleo fuera de la provincia, la más envejecida de España. Una de las de mayor patrimonio monumental. La más abandonada.
Pablo Magide, de 28 años, había pasado el fin de semana en la casa familiar de Caxide y había regresado ya a Lugo, en donde tiene su empleo. Sobre las cuatro y media de la tarde vio también desde la ventana el humo espeso. “Creímos que era un incendio aislado que apagarían a tiempo”. Regresó a Lugo para incorporarse a primera hora del lunes a su trabajo.
Esa noche el fuego estaba ya en su aldea. “Di la vuelta a primera hora de la mañana del lunes”. Al llegar a Parada do Sil se encontró a un pequeño ejército de voluntarios exhausto, sin dormir, que seguía combatiendo el incendio con sus manos. “La gente más joven que había abandonado sus trabajos en las ciudades para salvar el pueblo. Salvar vidas y viviendas, pero también la Ribeira Sacra: aquí solo queda gente muy mayor que casi no puede valerse”. Magide se incorporó al esforzado batallón. “El fuego se bifurcaba en varias direcciones por el impulso del viento y las llamas iban ya camino del Canón do Sil, enfilando hacia el monasterio de Santa Cristina. Todo el mundo lloraba. Nos sentíamos impotentes”, relata.
La joya patrimonial del románico quedó no obstante intacta gracias a las pequeñas batallas que los vecinos fueron ganándole a las llamas aunque, sobre todo, a la presencia de la Brigada de Refuerzo de Incendios Forestales de Laza, que el lunes acudió a sofocarlo a los pies del cenobio próximo a los impresionantes miradores, los balcóns de Madrid (los balcones desde donde los vecinos se han visto partir unos a otros durante décadas de irremediable emigración). La Unidad Militar de Emergencias anunciada por la Xunta de Galicia tardó en llegar más que la escasa lluvia y se dio la vuelta sin actuar.
Quince días después las raíces brotan como muñones por todo el municipio mientras los vecinos siguen su vida más temerosos que nunca, con el patrimonio intacto y con los mismos medios de siempre.
Babelia
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