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Crítica | El castillo de cristal
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Papá era un borrachuzo antisistema

Pertenece a un subgénero plenamente establecido: el ajuste de cuentas íntimo de quienes pertenecen a la generación de los hijos de la Contracultura

Brie Larson (derecha), en 'El castillo de cristal'.
Brie Larson (derecha), en 'El castillo de cristal'.

EL CASTILLO DE CRISTAL

Dirección: Destin Daniel Cretton.

Intérpretes: Brie Larson, Woody Harrelson, Naomi Watts, Ella Anderson.

Género: drama. Estados Unidos, 2017

Duración: 127 minutos.

En Las vidas de Grace (2013), Destin Daniel Cretton obtenía dos logros admirables: a) esquivar los peligros del lugar común y la sensiblería, pese a trabajar con materiales potencialmente abrasivos –las experiencias de unos educadores en un centro de acogida- y b) alcanzar una palpable verdad emocional trascendiendo un registro indie mumblecore al límite de lo gastado por el uso. Era una película en la cuerda floja: tanto podía anunciar a un autor empeñado en marcar la diferencia como a un candidato a comandar producciones oscarizables previo pago de un cierto porcentaje de singularidad. El castillo de cristal, su nueva película, basada en el libro autobiográfico de la periodista Jeannette Walls, indica que el cineasta ha tomado la segunda opción: un lenguaje visual más aseado, más al gusto académico, se apoya en tres interpretaciones –Larson, Harrelson, Watts- que gritan de tres formas distintas “¡Agárrame esa estatuilla!”.

El castillo de cristal entronca con lo que ya casi parece un subgénero plenamente establecido: el ajuste de cuentas íntimo de quienes pertenecen a la generación de los hijos de la Contracultura. El consabido reproche al padre (y a la madre) que se dejó intoxicar por los vientos del cambio (y también por algunos alcoholes y otras formas surtidas de toxicidad) formulado desde la tribuna moral del integrado, del retoño que (pese a todo) ha conseguido superar esa herencia y convertirse en agente productivo del mismo sistema que impugnaba una errante vida familiar. El conflicto de la película puede activar recuerdos algo lejanos (La costa de los mosquitos, 1986) o flamantemente cercanos (Captain Fantastic, 2016), pero su inflexión es mucho más carcamal y, al igual que la infausta Mal genio de Hazanavicius, redunda en subrayar la ideologización como manía ridícula. El desenlace es un hito en el uso hipócrita y mecánico del final redentor.

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