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Los cabezas de turco de Erdogan

El alemán Günter Wallraff, que vivió un año como inmigrante en su país y lo contó en un libro que vendió dos millones de copias, se solidariza con los periodistas perseguidos por Estambul

Andrés Mourenza
El periodista y escritor Günter Wallraff, durante la entrevista con EL PAÍS, el lunes en Estambul.
El periodista y escritor Günter Wallraff, durante la entrevista con EL PAÍS, el lunes en Estambul.Andrés Mourenza
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Günter Wallraff (Burscheid, 1942) tiene una extraña forma de celebrar sus aniversarios más señalados: escapando de las fiestas que le tienen preparadas. Su 50 cumpleaños lo celebró con inmigrantes vietnamitas que habían sufrido un pogromo en la ciudad alemana de Rostock; a los 60 acudió a Afganistán a fundar una escuela para niñas y los 75 los cumplió el pasado domingo en Turquía, adonde ha viajado para entregar el dinero de un premio, dotado con 6.000 euros, que lleva su nombre a la esposa del periodista Ahmet Sik, encarcelado desde hace nueve meses. “Sik sabe a lo que se arriesga cuando hace periodismo y lo asume. Para mí es un modelo”.

Habla con humildad, del turco y de otros reporteros como el italiano Fabrizio Gatti o la mexicana Lydia Cacho, a los que tiene en un pedestal, como si él mismo no hubiese sido un maestro para generaciones de periodistas, a los que inoculó el gusanillo de la investigación gracias a sus reportajes encubiertos: disfrazado de Alí para revelar el mundo de xenofobia e ilegalidades al que se enfrentan los trabajadores inmigrantes en Alemania (y que plasmó en su monumental Cabeza de turco, publicado en España por Anagrama, traducido a una treintena de lenguas, y que ha vendido millones de copias desde 1985); travestido en reportero de Bild para denunciar el sensacionalismo del tabloide más leído en Alemania; de panadero para una subcontrata de los supermercados Lidl o de empleado en un call-center para experimentar en carne propia los abusos que sufren los trabajadores precarios en la aparentemente feliz Alemania merkeliana.

Viaja a Estambul también para hablar de una Turquía sumida en una espiral represiva que ha llevado a decenas de miles de personas a prisión, incluidos más de 150 periodistas. “Para los turcos de Alemania sigo siendo una persona importante porque fui el que mostró las humillaciones a las que se veían sometidos. Por eso quiero que reflexionen sobre por qué aquel al que consideran su líder [el presidente Recep Tayyip Erdogan tiene un gran ascendente sobre la comunidad turco-germana] está metiendo en la cárcel a mis colegas”.

“Los fundamentalistas tienen una seriedad mortal”

Por su casa de Colonia han pasado escritores como el indio Salman Rushdie o el turco Aziz Nesin y cantantes como el iraní Shahin Najafi, todos ellos amenazados de muerte por los musulmanes más retrógrados y con quienes ha debatido largamente sobre el islam. “Los fundamentalistas persiguen la sátira porque creen poseer la verdad absoluta y no entienden la broma. Tienen una seriedad mortal... literalmente”.

Por eso Wallraff está molesto con el silencio en la izquierda a la hora de criticar el islam: “Es una mezcla de cobardía y corrección política. Lo veo en mi círculo de amigos, gente abierta que respalda a los inmigrantes, pero no se atreve a debatir ciertos asuntos sobre el islam. Así estamos dejando que la extrema derecha monopolice el tema. Me recuerda al pensamiento en bloques de la Guerra Fría, cuando desde la izquierda no criticábamos las violaciones de derechos en los países socialistas para no dar argumentos a la derecha. Y eso fue un error”.

Cuando se le pregunta de qué se disfrazaría en la Turquía actual para revelar sus miserias, su rostro se ilumina y esboza una sonrisa pícara. “Podría hacerme pasar por cristiano o judío, querría vivir el día a día de una minoría sexual o tratar de pedir alcohol en determinadas zonas más conservadoras... No tengo una opinión formada sobre lo que ocurriría. Me encanta que me enseñen que las cosas no son como yo pensaba, porque al final la realidad es siempre más matizada de lo que uno se imagina”.

Desde sus inicios, escribiendo reportajes sobre su experiencia como obrero fabril en revistas sindicales, sus reportajes se han caracterizado por el compromiso social y, en más de una ocasión, sus denuncias han servido para cambiar las cosas: quizás la más célebre fue cuando, en 1976, convertido en traficante de armas, se entrevistó con el general António de Spínola y averiguó que tramaba un golpe de Estado para regresar al poder en Portugal. Pero en realidad aquello de disfrazarse, de buscarse máscaras, venía de antes: “Quizás tiene que ver con mis miedos de infancia. A los cinco años, por falta de dinero, mis padres me metieron en un orfanato, lleno de niños de la posguerra. Todos vestíamos el mismo uniforme y desaparecíamos tras él. Quizás de ahí viene mi idea de buscarme una identidad y jugar a quién quiero ser”.

Si bien la mayoría de códigos deontológicos del periodismo critican sus modos, Wallraff se defiende con la sentencia del Tribunal Constitucional alemán de uno de los múltiples procesos a los que se ha debido enfrentar en su carrera, según la cual está justificado que el periodista actúe de forma encubierta e incluso mintiendo para obtener información ante una situación socialmente grave. Aunque él mismo se pone límites: la intimidad —“jamás he utilizado cosas de la vida privada por muy canalla que fuera a quien estuviese investigando”— y el tiempo —“no basta con olisquear la situación dos días, son necesarias semanas o meses de infiltración”—. Porque, para él no es solo un método periodístico sino también de aprendizaje vital.

Sociedad de castas

“Todos los papeles que he interpretado han dejado algo en mí. Algunos, como el de reportero de Bild o el de traficante de armas me han hecho daño; los demás sí que han sido más constructivos, me han aportado algo. De niño era muy introvertido y estos papeles me ayudaron a adaptarme más, a ser más social y a ser más luchador”.

Wallraff, en su papel de obrero turco, en los 80.
Wallraff, en su papel de obrero turco, en los 80.

Al periodista alemán le preocupa sobremanera cómo su país se está transformando en “una sociedad de castas” en la que los grupos sociales “están cada vez más aislados” entre sí, y son estas brechas económicas y culturales las que están espoleando a la extrema derecha. “El abismo entre ricos y pobres se está ensanchando cada vez más. Antes, el hijo de una familia proletaria podía llegar a ser canciller de Alemania. La educación funcionaba como ascensor social, hoy ya no cumple esa misión”, sostiene: “Hoy, hay padres que llevan a sus hijos en coche a colegios muy distantes para que se relacionen solo con gente como ellos y no se mezclen en colegios donde hay un 80% de inmigrantes. Eso no es bueno. Necesitamos más mezcla”.

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