El fantasma de la vanguardia
Menor, polémica y excéntrica. Así es la literatura argentina, invitada a la Feria Internacional del Libro (Liber), que se celebra en Madrid esta semana
Lo que más me interesa de la tradición literaria argentina es su dimensión agonística, su gusto por las tomas de posición, su necesidad de ser programática. En verdad, debería hablar no de tradición argentina, sino de tradiciones: genealogías y reapropiaciones siempre en pugna, en combate, configurando y reconfigurando sin cesar el campo estético y la relación con la política y la historia. Como si fratia y polemos, amistad y discusión, fueran de la mano. No ya solo la discusión entre bandos —que a esta altura no existen—, sino la discusión entre amigos. La amistad como una comunidad imaginaria fundada en la discusión y en la rareza.
Dije rareza, y por lo tanto es tiempo de citar a Borges. A dos clivajes por él planteados, que todavía mantienen un efecto altamente productivo. El primero, el de El escritor argentino y la tradición, ensayo en contra del nacionalismo, en el que define su posición como perteneciente a la tradición occidental, pero en el margen, lateral, en el límite, en el arrabal, un poco como los irlandeses con relación a la cultura inglesa. Una tradición excéntrica, en el sentido topográfico del término (y en cualquier otro sentido). El segundo aspecto es que el escritor argentino más grande y reconocido del siglo XX jamás escribió una novela. Nunca incursionó en el género mayor. Lo suyo siempre fue lo menor: sus ficciones a veces ni siquiera toman la forma canónica del cuento, sino de la parábola, el fragmento, la cita apócrifa. Menor, polémica y excéntrica, allí hay un yacimiento de conceptos y apuestas que la literatura argentina no debería perder de vista.
Aunque a veces lo hace. Lo hace en nombre del mainstream, de la búsqueda de una literatura normal, estándar, de mercado. Ocurre cada 10 o 15 años, y siempre fracasa. Obviamente fracasa estéticamente (porque ya nace fracasada), pero también en términos de mercado. El nuestro es un mercado (literario y en general) demasiado pequeño, frágil, deshilachado, y que además, también cada 10 o 15 años, la política económica de algún Gobierno se encarga de intentar destruir del todo (como ahora la del Gobierno de Macri).
Cada 10 o 15 años, en nombre del ‘mainstream’, buscamos una literatura normal, estándar, de mercado. Obviamente, fracasamos
¿Y qué pasó entonces en estos últimos 15 años? La irrupción de la nueva edición argentina. Así como no creo que se pueda hablar de “nueva literatura argentina” —palabras, las tres, casi agotadas—, sí hay que tomar nota de un grupo de editoriales pequeñas que han publicado lo más interesante que se escribió en este tiempo en Argentina (y ailleur, ya que sus catálogos están llenos de traducciones) y que se han convertido ellas mismas en actores culturales muy activos. Son 15 o 20 editoriales pequeñas que concilian dos aspectos habitualmente difíciles de conciliar: alto riesgo estético con alto nivel de profesionalidad. Son editoriales que, en su mayoría, apuestan por pensamientos críticos, por sintaxis impredecibles, por rescates inauditos, por libros extrañísimos, por pensamientos tan solitarios como radicales, pero cuyos libros están bien hechos, salen a tiempo, están bien distribuidos, tienen muy buena prensa y, de vez en cuando, también muchos lectores. Llevan nombres como Beatriz Viterbo, Adriana Hidalgo, La Bestia Equilátera, Entropía, Fiordo, Godot, Eterna Cadencia, Mardulce, Excursiones, entre otras. No solo publican libros de autores noveles, sino que, a esta altura, también a premios Nobel, Goncourt, etcétera. ¿Cómo lo hacen? Moviéndose rápidamente, como una guerra de guerrillas, llegando antes que la billetera de las grandes corporaciones editoriales multinacionales, que por supuesto finalmente llega, mientras ellas, las pequeñas, ya están descubriendo otros autores nuevos, y así sucesivamente. Casi todas esas editoriales también distribuyen sus libros en España. Si la política argentina estuviera al nivel de su literatura y del campo intelectual y editorial, seguramente seríamos mucho mejores.
Hay también autores argentinos que rondan los 40 años, que vienen escribiendo una obra importante. Pienso en Selva Almada, Hernán Ronsino, Pablo Katchadjian, Ariana Harwicz, Roque Larraquy, Alejandro García Schnetzer o la más reciente Carla Maliandi. Almada logra releer la olvidada tradición del sur norteamericano (que fue central en autores tan diversos como Rulfo, Onetti y Saer) para reinscribirla en la lengua descentrada del litoral argentino. Ronsino retoma las preguntas por la memoria y el habla popular. Katchadjian es tal vez quien más consecuentemente avanza sobre la interrogación acerca de qué es una frase y sobre los efectos radicales de esta pregunta. Harwicz extrema la pulsión sexual y el flujo de conciencia para desarmar los lugares comunes en torno a la mujer y la familia. La literatura de Larraquy puede leerse como una barrera contra el positivismo ambiente. García Schnetzer juega con lo inactual de un modo casi lúdico. Hay que esperar cómo sigue la obra de Maliandi después de su notable La habitación alemana, primera novela que hace de la extrañeza y la lejanía su centro.
El más grande de todos —Héctor Libertella— murió hace más de 10 años, después de haber escrito durante más de cuatro décadas una literatura que se interroga sobre la vanguardia, y que nos dejó un legado fatal: el fantasma de la vanguardia. Un fantasma es algo que ya murió, pero que de alguna manera está. Un fantasma está ahí, flotando, entrando y saliendo, apareciendo y desapareciendo. El fantasma es la ambigüedad misma. Y por eso conversamos con él en el malentendido: a veces el fantasma nos habla y no lo escuchamos. A veces le hablamos y no nos responde. No obstante, ese diálogo imposible sigue siendo el horizonte imprescindible para la literatura contemporánea.
Libertella nos dejó también una frase perfecta y verdadera: “Si Argentina es un país periférico en el mundo, su escritor más periférico será entonces centralmente argentino. A mí me ha costado mucho sostener esta paradoja… ¡Cuanto más marginal, más central!”.
Damián Tabarovsky (Buenos Aires, 1967) es novelista, editor de Maldulce y autor del ensayo ‘Literatura de izquierda’.
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