Zuloaga, mucho más que un pintor de españoladas
La Fundación Mapfre reivindica al artista en una exposición con 90 obras del pintor vasco y de artista próximos como Picasso o Rodin
¿España blanca o España negra? ¿Modernidad europea o esencia celtibérica? ¿Simbolismo o españolada? ¿Las condesas de París o los toreros de pueblo? ¿La efervescente Belle Époque o el rancio 98? Pues, en el caso de Ignacio Zuloaga (Eibar, 1870-Madrid, 1945), todo, parecen querer decir los organizadores de la exposición Zuloaga en el París de la Belle Époque, 1889-1914 en la Fundación Mapfre de Madrid. La muestra, con más de 90 obras del pintor guipuzcoano, de artistas amigos o de pintores a los que admiró y coleccionó, permanecerá abierta hasta el próximo 7 de enero y supone una reivindicación sin complejos de lo que pudiera denominarse el Zuloaga integral.
Pablo Jiménez Burillo y Leyre Bozal, los comisarios, han querido desterrar la imagen exclusivamente eterna de un pintor “al que siempre nos ha costado ver desde España, al que se ha visto casi siempre como un español que pinta españoladas y que nos cae bastante antipático” (Jiménez Burillo). Y sobre todo, han querido subrayar una idea: mientras todo ese debate sobre las españas, sus exotismos y sus atrasos y sus monjes en éxtasis, tenía lugar y hechizaba a media Europa y sobre todo a los propios franceses… Ignacio Zuloaga se dedicaba a lo suyo: pintar.
Lo hacía magistralmente -sobre todo en lo que tiene que ver con la capacidad de captación psicológica de sus retratos y escenas de grupo- como puede comprobarse en esta exposición, una de las escasas que se le han tributado al artista en su país. En 1998, la propia Fundación Mapfre se ocupó del tándem Zuloaga-Sorolla, y en 2015, la sala CentroCentro Cibeles dedicó una muestra a la amistad entre el pintor eibarrés y Manuel de Falla.
Otra cosa es que pintar enanos, alcahuetas, mendigos, campesinos ancestrales y majas con mantilla, perpetuando así la imagen de una España estancada con relación a Europa y –sobre todo- haberse decantado por un marcado tradicionalismo en lo personal y por un sincero apoyo al franquismo en lo político, le haya pasado y le siga pasando factura al personaje. Factura extrapictórica, en todo caso.
La 'Celestina' de Picasso regresa a España
Una de las joyas presentes en la exposición Zuloaga en el París de la Belle Époque, 1889-1914 es sin duda La Celestina (la tuerta) que Pablo Picasso pintó en 1904 y que procede del Museo Picasso de París. Esta obra clave del periodo azul del artista solo había viajado a España en una ocasión: fue en 2003 con motivo de la exposición inaugural del Museo Picasso de Málaga. El óleo sobre lienzo representando a la tuerta alcahueta, una donación del coleccionista y financiero sueco Fredrik Roos al museo parisiense en 1989, es exhibido en la misma sala que la Celestina pintada dos años más tarde por Ignacio Zuloaga, y que forma parte de las colecciones del Museo Reina Sofía de Madrid. Un diálogo imposible, porque es imposible parecerse menos.
Si en Picasso todo es concisión y esencia desprovista de anécdota al servicio de un retrato de las clases desfavorecidas, en Zuloaga todo es detalle, decoración, narración y riqueza de muebles y telas. La alcahueta de Picasso ocupa todo el lienzo, no hay nada más. A la de Zuloaga se la intuye al fondo, detrás de una puerta, y lo que manda en el cuadro es la prostituta esperando el trato. Como escribe la comisaria Leyre Bozal en su texto del catálogo, la estancia “se asemeja más a un burdel parisino de Toulouse-Lautrec que al prostíbulo de un pueblo español”.
Frente a todo eso, que es real y que de hecho forma parte, para muchos, del mejor Zuloaga, estuvieron la vida y la obra de un hombre de cultura francesa y española, un pintor que cambió de registros, que viajó y que fue amigo de la crème artística e intelectual del París de finales del siglo XIX y principios del XX (Rodin, Rilke, Émile Bernard…), ciudad en la que vivió de forma intermitente durante 25 años, hasta el estallido de la I Guerra Mundial.
Ni el anclaje definitivo en la espesura casticista que muchos sospecharon y siguen sospechando ni, evidentemente, el desenfreno de un moderno europeo. Esa parece ser la síntesis perseguida por esta exposición cuyas obras proceden de colecciones particulares y de museos como los franceses Orsay, Picasso o Rodin, los italianos Uffizi o Galeria d’Arte Moderna de Roma, los estadounidenses National Gallery of Art de Washington o Hispanic Society de Nueva York, los rusos Hermitage y Pushkin o los españoles Reina Sofía, Bellas Artes de Bilbao, Ignacio Zuloaga de Zumaia o Picasso de Barcelona.
La muestra se estructura en seis tramos: Los primeros años del artista, El París de Zuloaga, Zuloaga y sus grandes amigos: Émile Bernard y Auguste Rodin, Zuloaga retratista, La mirada a España y La vuelta a las raíces. A lo largo de ellos se entremezclan las pinturas del propio artista con las obras de sus maestros de referencia o de cercanía: Bernard, Toulouse-Lautrec, Cottet, Rusiñol, Antonio de la Gándara, Gervex, Carrière, Gauguin, Sérusier, Rodin o Picasso. Una de las salas acoge un pequeño gabinete de las maravillas. Se trata de las obras de artistas españoles que coleccionó Zuloaga, representados aquí por El Greco, Zurbarán y dos Desastres de Goya.
El recorrido se asoma lo mismo a los acercamientos del pintor al simbolismo francés –sus retratos de París- que a esa España de curas y toreros, de enanas y alcaldes rurales, de galgos huesudos y de campos de Segovia y Ávila: El alcalde Torquemada, Preparativos para la corrida, Mujeres en Sepúlveda, El enano Gregorio el botero… y sobre todo ese retrato del diputado de la III República Francesa Maurice Barrès frente a Toledo: principio y fin de esta exposición, síntesis urgente del Zuloaga español y del Zuloaga francés.
Y una última interrogante en torno a esta exposición: no se entiende cómo, a estas alturas, unas pinturas de tan alto valor como estas se pueden iluminar tan mal, hasta el punto de tener que contemplarlas en escorzo para evitar el reflejo de los focos sobre los cuadros. Es de suponer que esto se corregirá.
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