Velada antagónica de saxos en San Sebastián
Las propuestas de Donny McCaslin y Kamasi Washington llegan por fin al Festival de Jazz
Las cosas son como son: para que un saxofonista de la talla de Donny McCaslin actúe como líder en el escenario principal de un gran festival, hace falta que lo llame David Bowie para dar forma a su última obra maestra, o algo así. Y sí, el ya legendario Blackstar de Bowie le debe tanto a McCaslin y su grupo como el saxofonista se ha cobrado con el espaldarazo que ha recibido su carrera gracias a su colaboración con el desaparecido genio británico.
Pero McCaslin no es un joven talento ni un recién llegado: grabó su primer disco como líder hace 20 años, y desde entonces ha tenido una trayectoria impecable en la que ha demostrado ser uno de los solistas de saxo tenor más creativos e interesantes del jazz del siglo XXI. Pieza fundamental de la orquesta de Maria Schneider (que fue quien lo recomendó a Bowie) y el quinteto de Dave Douglas durante años, McCaslin es uno de esos músicos que no fallan nunca, porque son así de buenos.
El saxofonista ya pudo probarlo el año pasado en el Heineken Jazzaldia, arrasando en sus intervenciones como parte del supergrupo Steps Ahead, pero su regreso a La Trinidad anoche, ya como líder de su banda, fue la constatación definitiva de su categoría. Aunque de su cuarteto —aquel que debutó hace cinco años en Casting For Gravity, el mismo que le acompañó a grabar Blackstar— en San Sebastián sólo quedaba el teclista Jason Lindner, McCaslin se reveló como un líder carismático, capaz de capitalizar cada momento culminante de su concierto.
Con el bajista Jonathan Maron en lugar de Tim Lefebvre y el baterista y fundador de Kneebody Nate Wood en lugar de Mark Guiliana, el grupo del saxofonista abrió su catálogo de jazz progresivo y sideral con Shake Loose, presentó una composición nueva y ejecutó una versión instrumental del Lazarus de Bowie absolutamente antológica, con el líder construyendo un extenso solo sobre un paroxismo expresivo difícilmente superable.
Un poco sobrecargado de parafernalia y musculatura electrónica en algunos pasajes, el concierto confirmó que este no es el proyecto más interesante de la carrera de McCaslin, pero el saxofonista es tan elocuente que da la sensación de que podría improvisar sobre el ciclo de lavado de una lavadora y seguir siendo un solista igual de fascinante.
Justo después tuvo lugar una de las actuaciones más esperadas del festival: la del saxofonista Kamasi Washington, un músico bastante más interesante como compositor y arreglista que como instrumentista, que llegó al jazzaldia con una versión muy reducida de los grupos con los que consolidó su enorme popularidad hace dos años.
El californiano recupera la herencia de titanes como Sonny Rollins o Pharoah Sanders, fagocitándolas y sirviendo un discurso que tiene más estética que contenido, pero que encaja como un guante en su propuesta, tan deudora del jazz afroamericano de los primeros 70 como exitosa en su puesta al día de esas influencias. Washington suena clásico sin resultar acartonado, y lo hace invocando sonidos que siempre han estado en la memoria histórica del jazz, pero que la mayor parte del público ha olvidado, o asocia directamente a otros estilos, como el soul o el funk.
En directo, el saxofonista coge todo eso y lo convierte en un concierto que, si bien no podemos decir que fuese memorable, sí mantuvo un buen nivel durante la primera mitad del espectáculo. Para ello se sirvió de grandes dosis de humildad y veneración por sus referentes, y de algo que en el jazz muchas veces se nos olvida: que no hace falta ser un buen improvisador para ser un buen solista.
Ni Washington ni el trombonista Ryan Porter podrían ser considerados virtuosos, ni su discurso se basa en la excelencia improvisadora, pero ambos manejan sus recursos de forma inteligente y facturan solos bien estructurados que, desde el principio, saben a dónde van. Tal vez no a un destino original o inesperado, pero sí a donde todo suena en su sitio. En San Sebastián fue el teclista Brandon Coleman quien más y mejor destacó en los solos, a la sombra de McCoy Tyner con el piano y de Jan Hammer con el teclado y moog.
A falta de sustancia, la calidez y el buen rollo que desprende el grupo es su mejor activo: Washington se acompaña de un puñado de amigos, su novia (la vocalista Patrice Quinn) e incluso su padre, el saxofonista Rickey Washington, que tuvo una bonita intervención al saxo soprano. Esta entrañable formación —toda una declaración de intenciones sobre música y familia— conectó con el público hasta que las carencias del grupo y del propio Washington comenzaron a ser evidentes.
Que la contención no es una de sus virtudes ya quedó demostrado en las tres horas que conforman su popular álbum The Epic, pero en directo uno camina sobre un hilo muy fino, y el concierto alcanzó su cima mucho tiempo antes de que The Rhythm Changes cerrase, por fin, el repertorio. Para entonces la música ya se había vuelto plomiza y repetitiva, incapaz de sostener más tiempo una propuesta que, reducida a un recital de poco más de una hora, habría sido perfecta. Porque tan importante es saber cuales son tus puntos fuertes como saber parar a tiempo.
Babelia
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