Clásicos de campo y playa
El público de la ópera es conservador. El de los libros va camino de ser adánico
De todo empieza a hacer 30 años, cierto, pero hay cosas de las que ya hace 330. Un día de 1687 Charles Perrault presentó un curioso poema en la Academia Francesa, reunida solemnemente para celebrar que la reciente operación de fístula de Luis XIV había sido todo un éxito. Como suena. En los versos del padre de Cenicienta y Caperucita roja se ponía al Rey Sol a la altura del emperador Augusto para, de paso, poner a los escritores contemporáneos a la altura de los clásicos. Le respondió su archienemigo Nicolás Boileau, “legislador del Parnaso” y cabecilla de un bando del que también formaban parte ciudadanos tan ilustres como Racine o La Fontaine, convencidos de que ellos no eran más que enanos sentados a hombros de gigantes. Acababa de nacer –más bien de renacer- la famosa querella entre antiguos y modernos.
Ni que decir tiene que hoy la disputa sigue por otros medios y que la van ganando los unos o los otros según el género artístico del que se trate. Y según la estación del año. En la ópera y la llamada música culta, por ejemplo, los clásicos se imponen a los contemporáneos en la programación de los grandes escenarios temporada tras temporada. Tanto que el compositor Jorge Fernández Guerra, Premio Nacional de Música en 2007, suele ilustrar el fenómeno recordando los tiempos en que los melómanos seguían puntualmente los estrenos de sus coetáneos sin dejar de darse el gusto de rescatar composiciones del pasado. Justo como hacemos hoy con el cine. ¿Se imaginan una cartelera llena de hitchcocks y murnaus en la que solo de cuando en cuando se colasen un haneke o un tarantino? En el caso del teatro, los clásicos grecolatinos son sobre todo para el verano pero no desaparecen el resto del año, trufados con ese catálogo más o menos estable que hizo ser rotundo a Rodrigo García en una entrevista para este periódico: “Si no programas el maldito repertorio de los muertos pierdes al público del teatro”. Molière, Shakespeare, “como mucho, Beckett” son para algunos “el teatro”, se quejaba el director bonaerense. El problema, insistía, era dar con el público, no con los artistas.
El caso de la literatura es justo el contrario. La oferta va por un lado y la demanda, por otro. Nunca ha habido tantas y tan buenas colecciones de clásicos; nunca han recibido menos relevancia de los lectores o de los planes de estudio. No es que Perrault se pasara de frenada hace más tres siglos –sabía que no basta ser nuevo para ser moderno-, es que la industria editorial española vive para las novedades. Confundida con esa industria, la literatura corre el riesgo de dar la razón al sabio Mairena que pensaba que los nuevos apedrean a los originales. Lo mejor sería que las librerías, los cines y los teatros se comportaran como vasos comunicantes. El público de la ópera es conservador; lo importante es que no se vuelva reaccionario, avisaba el inolvidable Gerard Mortier. El público de los libros va camino de ser adánico; lo importante es que no se vuelva esnob.
Babelia
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