El etnofotógrafo aimara de los Andes
Damián Ayma capturó con su lente la vida rural, la cotidianidad y las tradiciones de los pueblos del altiplano boliviano durante casi 50 años
Damián Ayma Zepita nació en 1921 en el municipio de Toledo, a casi 50 kilómetros del departamento de Oruro, en Bolivia. Hasta sus 15 años no conoció palabra alguna del castellano, era aimara cerrado. Tuvo una vida laboral polifacética. Se desenvolvió como agricultor, ganadero, ayudante perforista en la mina y, en su etapa más destacada, como fotógrafo, etnógrafo, documentalista y retratista. Su hijo, Julio César Ayma, dice que su padre era “bastante inquieto”, siempre con la cámara colgada en el cuello. Asemeja a su progenitor a la figura del Quijote, el héroe cervantino, por sus ideales y atracción desinteresada por capturar con su lente la vida rural de la región andina de Bolivia durante casi 50 años.
Desde 1936, cuando agarró su primera cámara a los 16 años, hasta 1985, Ayma fue incansable. Su hijo recuerda que su padre, aún en sus últimos días, a sus 77 años, se mantuvo activo con su cámara de la marca Zenit en mano. El primer contacto del personal del Museo Nacional de Etnografía y Folklore (Musef) con el trabajo del fotógrafo aimara fue en 1989. El entonces director de la biblioteca de esa institución, Luis Oporto, se encontraba en Toledo para registrar la fiesta de San Agustín. No existían alojamientos en ese entonces, por lo que la autoridad del museo se alojó en la casa del retratista y se sorprendió por la calidad de las imágenes que tenía enfrente. Ese mismo año la institución compró a Ayma una parte de su colección.
Casi 28 años después, un equipo del Musef, a cargo de Milton Eyzaguirre, Yenny Espinoza, Ladislao Salazar y Fernando Miranda, se dio a la tarea de seguir los pasos de este fotógrafo empírico. La tarea los llevó a recorrer más de cinco departamentos de Bolivia para dar con la totalidad de su obra: cerca de 18.000 fotografías. Revisando cada imagen el personal del museo logró armar uno de los fondos fotográficos e historiográficos más importantes de la región andina y la cotidianeidad rural, que suma 5.172 unidades documentales en diferentes soportes y formatos visuales.
Otros fotógrafos de la época trabajaban en la comodidad de sus estudios, controlando la luz a voluntad, teniendo a disposición todos los materiales para el registro y revelado de las imágenes, explica Eyzaguirre. En cambio, Ayma estaba expuesto al sol intenso del altiplano, que durante su etapa más helada es “terriblemente luminoso”, al medioambiente y a los cambios drásticos de luz. Cargaba equipos que pesaban hasta 30 kilos, enfrentando largas horas de viaje e incluso días para llegar a su destino. “Esta destreza es lo que llamaríamos pasión, la cual es el combustible que mueve a los grandes fotógrafos por años, a menudo, por caminos hostiles y solitarios, transportando una profesión pocas veces comprendida. Para un indígena humilde llegar a acumular en esos años tal cantidad de archivos fotográficos es simplemente admirable”, opina sobre Ayma el fotoperiodista Marcelo Pérez en un artículo.
Trabajo comunitario
El material de Ayma está principalmente ligado a la captura del trabajo en las minas, los movimientos sociales y la agricultura con un énfasis “bastante interesante”, dice Eyzaguirre, en el tema de la fiesta y la ritualidad.
En una entrevista a quien fuera uno de los primeros fotógrafos de origen aimara, realizada en 1989 —que el museo aún conserva—, este cuenta la raíz de su interés en esos temas. Explica que la vida en el campo se basaba antes en el ayni, entendido en las comunidades indígenas como la ayuda recíproca en el trabajo comunitario, y la celebración cada vez que llegaba la cosecha. “Son tradiciones que han ido desapareciendo. Como soy campesino, me gusta mucho la música folclórica, no solo la de Bolivia, sino la de Argentina, Perú y de otras naciones, y por eso he sacado esas fotos, que van a servir en algo a la raza que nosotros pertenecemos: aimaras y quechuas”, agrega Ayma.
Son contados los fondos fotográficos que se preservan en la actualidad del contexto en el que vivían las comunidades aimaras y quechuas hace 50 años. Fruto de su pasión y amor por sus raíces, Ayma vio la importancia de enfocar su mirada a estos pueblos para asegurar su futuro. “Quizá una de las cosas que más llama la atención es la capacidad de innovar, que demostró no solo con las cámaras y las películas, sino con técnicas de movimiento y desenfoque —que incluso hoy en día no resultan del todo fáciles—, logrando escapar muchas veces de las restricciones de los formatos antiguos”, añade Pérez.
Es así que características muy propias de las vestimentas, de las tradiciones, del folclore y de la arquitectura permanecen en la memoria histórica gracias al lente de este fotógrafo. Ya sea un retrato —que data de 1949— de la representación de una ñusta, nombre en quechua para las reinas o princesas del imperio Inca, o una foto de una festividad o una infraestructura extinta, destacan su dedicación y capacidad como retratista a la hora de componer y prestar atención a los detalles. Para Eyzaguirre, este catálogo es un homenaje a Ayma, inspirado también en la obra del también indígena Martín Chambi, famoso fotógrafo peruano que nació en 1881. “Ambos documentaron lugares y momentos que describen su entorno social, ambos reponen una historia alternativa, la historia no oficial”, finaliza Eyzaguirre.
Babelia
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