El Tony de Laurie Metcalf
El premio por ‘A Doll’s House, Part 2’ se suma a la larga y gran carrera de la actriz
La semana pasada, Laurie Metcalf ganaba el Tony a la mejor actriz por A Doll’s House, Part 2, de Lucas Hnath, una valiente secuela en clave de comedia ácida del clásico de Ibsen, en la que Nora vuelve a la casa familiar 15 años después de su portazo. Me alegré muchísimo, porque venero a Metcalf y porque era su cuarta nominación tras November (2008), The Other Place (2013) y Misery (2016), donde compartió una insólita cabecera de cartel con Bruce Willis.
Es probable que su nombre no les diga mucho, pero quizás la recuerden por algunos personajes televisivos, como la neurótica hermana de Roseanne en la serie del mismo nombre, o la madre de Sheldon Cooper en The Big Bang Theory. O quizás la vieron en el West End, en una de sus contadas visitas europeas, en 2012, interpretando a Mary Tyrone, junto a David Suchet, en una aplaudidísima puesta de Long Day’s Journey into Night, de O’Neill. Por su intensidad y precisión, Metcalf siempre me ha hecho pensar en Vicky Peña (y viceversa), que también bordó el personaje de la doliente señora Tyrone.
La actriz americana empezó su carrera teatral en la compañía Steppenwolf de Chicago, y en 1984 se reveló con un tour de force: el monólogo de 20 minutos en el segundo acto de Balm in Gilead, de Lanford Wilson, dirigida por John Malkovich, su viejo compañero universitario.
Hablando de monólogos, Louis C. K. le escribió uno a su medida el pasado año: si quieren hacerse una idea cabal de la talla interpretativa de Metcalf, no tienen más que ir a la página web del señor C. K. y alquilar, por la modestísima cantidad de dos euros, el tercer episodio de la serie Horace & Pete (ya puestos, alquilen la serie entera: no se arrepentirán). El episodio en cuestión es una cumbre insólita por texto, forma y puesta en escena. Durante 20 minutos, una mujer madura, de la que nada sabemos, se dirige a cámara en primerísimo plano para desnudar su alma y contar cómo sintió una repentina atracción sexual por su suegro, un hombre de 80 años. Ella se llama Sarah y se está dirigiendo a Horace (Louis C. K.), su exmarido, que luego rememorará su no menos espinoso adulterio.
Llevan años sin verse, pero aún se quieren y se necesitan. Se cuentan lo que pasó y lo que está pasando con una sinceridad y una lucidez en la que aflora lo mejor del espíritu americano: podría ser un relato de Lucia Berlin, una minipieza teatral firmada por el mejor Tennessee Williams, o un fragmento de The Iceman Cometh, de O’Neill.
Y, sin duda, es una de las grandes interpretaciones del pasado año (y de bastantes años). Esa voz honda y flexible como un solo de saxo barítono, esa mirada que expresa pasión y sorpresa por lo súbito del vendaval que está sacudiendo su vida, ese mostrarse con el riesgo extremo de la cámara a un palmo, quintaesencian el gran arte de Laurie Metcalf.
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