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Paseo por el Sónar más bestia

Evian Christ, Elysia Crampton y Suzanne Ciani mostraron ayer el lado más anguloso del festival barcelonés

Elysia Crampton, durante su actuación en la segunda jornada del Sónar.
Elysia Crampton, durante su actuación en la segunda jornada del Sónar.Massimiliano Minocri

Cuando Albert Pla se apropió del Walk on the wild side lo tituló Por el lado más bestia de la vida. Pues bien, en la tarde de ayer, segunda diurna del festival y ecuador del mismo, el lado más bestia del Sónar se alojó en el Hall, donde el inglés Evian Christ agredió a la multitud arracimada ante él con un directo impenitente, salvaje y agresivo que marcó una de las pautas de la jornada. La tarde, por lo demás tranquila y sin grandes novedades en el frente de la electrónica, transcurrió amena entre las actuaciones de la veterana Suzanne Ciani y de la norteamericana Elysia Crampton, encargadas de poner un poco de sal a un inicio bastante soso a cargo de River Tiber y su rhythm and blues desleído. Sí, en el Sonar, como en cualquier otro lugar, no es oro todo lo que reluce, y quisieron los horarios que las mejores actuaciones se situaran más o menos en la misma franja horaria. Aún con todo, el tamaño humano del festival permitió a los interesados disfrutar de distintas formulaciones de la música del presente. El futuro es sólo pura conjetura.

Porque presente es Evian Christ, que en un directo atronador despertó los sentidos de quienes se atrevieron con él. Apenas visible en el escenario, iluminado por detrás con fluorescentes jugando a la intermitencia deslumbrante e hirientes luces blancas, disparó unos graves muy saturados y a volumen ensordecedor que trasteaban con patrones de baile, lo que enloqueció a la asistencia. Y es que el público del Sónar recuerda a los perros de Pavlov, un bajo a negras y todos a salivar. Que el pase no fuese muy tarde favoreció que nadie ya alterado se entregase a la sesión para, abandonadas lógica y precaución, acabar sordo y con el bazo reventado, tanta era la vibración que desprendía el equipo con aquella acumulación de sonidos deconstruídos. En primera fila todo el cuerpo temblaba como una hoja en la tormenta. Sesión física como una patada. Y realmente envolvente, no como el montaje del Sónar Planta, anunciado así aunque sólo disfrutable desde fuera, como espectador que mira, no como espectador sumergido en el juego de luces y formas que propone Daito Manabe.

Este mercado persa que es el Sónar tiene rincones para todos, incluso para aquellos que en lugar de ir a conciertos se ponen a jugar a videojuegos en una atracción publicitaria. La vida es rara.Tanto como la música de Elysia Crampton, una transexual de origen boliviano que cruzó en el Complex los sonidos de los tambores y demás percusiones tradicionales de la tierra de sus ancestros con un sinfín de sonidos electrónicos angulosos. Imágenes de arte precolombino situaban la raíz cultural de aquellos ritmos acompañados por sonidos selváticos, y la artista, lejos de buscar la complacencia con sus composiciones, tiraba hacia la incomodidad y el desasosiego del cacofónico mundo moderno. Una especie de caos que llevó a pensar en una hipótesis poética: si las canciones de pop y de rock flotan ingrávidas y ya compuestas en un cielo aguardando que algún músico las descubra para bajarlas a nuestros oídos, ¿en qué suerte de cielo viven composiciones como las de Elysia?

Algo parecido podía pensarse de las de Suzanne Ciani, operando feliz como una colegiala con su sintetizador Buchla años setenta, parecido más a una antigua centralita telefónica que a un instrumento musical. Lejos de recuperar su período new age, la norteamericana, con una frescura inhabitual a los 71 años, olvidó el cacareo del público y ordenó su espacio sonoro con frecuencias de un pasado reciente. Y también con sorpresivos asaltos de ruidos que asaeteaban las conversaciones de la asistencia. Mientras, otros, actuando como críos, fumaban a escondidas.

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