El pazguato y la princesa
Violentísima fábula sobre la soledad, con una estupenda presentación de personajes que se viene abajo tras un giro de guion absurdo
ANIMAL DE COMPAÑÍA
Dirección: Carles Torrens.
Intérpretes: Dominic Monaghan, Ksenia Solo, Jeanette McCurdy, Da'Vone McDonald.
Género: thriller. EE UU, 2016.
Duración: 90 minutos.
Entre los directores españoles que triunfan o intentan ganarse la vida en los alrededores del cine americano, entre la superproducción y la película de supervivencia, de J. A. Bayona a Carles Torras pasando por Paco Cabezas, el (pen)último de ellos es Carles Torrens, director de Emergo (2011), acostumbrado al cine de género que linda con el terror, que presenta ahora la desigual Animal de compañía, violentísima fábula sobre la soledad, con una estupenda presentación de personajes que se viene abajo tras un giro de guion que acaba envolviendo todo el relato, y que no pasa de lo absurdo.
Coproducción hispanoestadounidense con escritura de Jeremy Slater, guionista de El efecto Lázaro y de Cuatro fantásticos, plantel interpretativo plenamente estadounidense, y técnicos y artistas tanto de uno como otro país, la película goza de una excelente factura en la que destacan la fotografía de Timothy A. Barton, la música de Zacarías Martínez de la Riva, y la muy efectiva puesta en escena de Torrens, marcada por unos interludios de planos desolados de la ciudad de Los Ángeles que inciden en el aislamiento emocional de los personajes.
Con gran sutileza y notables diálogos, Slater y Torrens presentan a sus dos interesantes criaturas, arquetipos de la sociedad contemporánea occidental, y los enfrentan en un discurso sobre el paso del tiempo que ofrece (vanas) esperanzas al espectador: el pazguato al que nunca nadie hizo caso en el instituto, confirmado en su madurez como derrotado social mientras limpia mierda en una perrera; y la rubia perfecta, popular y engreída en su juventud, convertida ahora en camarera triste y yerma mujer. Dominic Monaghan, con el físico perfecto para el papel, pone oficio a esa ilusionante primera media hora, pero llegada la hora del secuestro, variante de El coleccionista (William Wyler, 1965), y del giro dramático que los iguala en estado mental, la película se hunde.
Y no ya en lo desconcertante, sino en lo puramente peregrino. En el desinterés del gore a destiempo y el combate físico, cuando era la lucha mental la única que interesaba en lo que podría haber sido una malévola intriga sobre los efectos del paso del tiempo y la mentira de las redes sociales.
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